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De cómo caí en manos de los salteadores de caminos
y mi encuentro con su cabecilla el General.
Me había rendido al desenlace concluyente, que reconocí tan próximo como inevitable. Al exhalar el último suspiro, sencillamente se apagaría el brillo de mis ojos en cuestión de segundos. Mi cuerpo volaba y los afilados dientes se apoderaban de él, notando cómo se hincaban en mis carnes por todas partes. Al principio los sentí mortales, atroces, dolorosos, pero al cabo de un rato se convertirían en una aguja de precisión, hasta acabar siendo meros pellizcos fugaces cuyo efecto no apreciaba más que al zarandear mi cuerpo de un lugar a otro.
Mis especulaciones no llegarían a puerto tampoco esta vez.
Rodando como una pelota entre las patas de los excitados perros que me insultaban tildándome de espía, sin rendir aún mi cuerpo a sus mordiscos y torturas, aprecié como si uno de ellos me arreara un fuerte puntapié para separarme de las vigorosas extremidades que no dejaban de patearme y desmembrarme. Cuando mi cuerpo salió volando y aterrizó con todo su peso y ensordecedor estrépito, cual roca levantando una tolvanera, oí que alguien los increpaba con los peores calificativos, alternando entre enfrentarse a ellos y reprenderlos. Vacilando en darle crédito o no, no habían percibido que hubiese motivo de furia que debiera agitar a aquel perro al que se dirigían empleando el apelativo de “general”; pero, ante la duda, se disculparon por no haber entendido su arrebato encolerizado en la defensa de un perro moribundo y, además, espía.
Apenas escuché las quejas de los perros ascendiendo, se mitigaron sus ladridos, como si estuvieran aguardando algo. Entonces fue cuando oiría su voz por vez primera, aquella voz del que llamaban “general”, pronunciando tan solo una palabra: ¡Traédmelo!
Luego dio un salto confiado, aunque a mí se me antojó que cojeaba de la pata izquierda. No lo habría apreciado con claridad de no haber estado pegado al suelo comiendo polvo.
Había más de uno zarandeándome en esta ocasión y sus gargantas no escatimaban en severidad, mientras mi cuerpo iba trazando una línea sobre la arena. No obstante, no se atrevieron a patearme ni me hincaron sus incisivos en el pescuezo como medio más fácil para transportarme. Vi en sus rostros rabia e incomprensión, pero salvo por ese enfado que los tenía alterados, con los colmillos en garra y las lenguas colgando, no mostraron mayor sesgo de violencia y se sometieron a la llamada de lo que les increpaba el General, quien parecía el único en poder hacerlos entrar en vereda.
Llegamos a una choza de bloques de barro y placas de aluminio. Me soltaron con diligencia frente al General, quien les indicó que se retiraran.
No se marcharon completamente, tan solo se apartaron un poco de nosotros y se quedaron rodeándonos por todos los lados, como si fueran a escuchar en voz baja nuestra conversación. Entre ellos descubrí perros enormes, con los pellejos curtidos por batallas o por el efecto del sol y el aire del desierto. Aun con todo eran perros fuertes y jaraneros, cuyos ladridos solo acallaban las miradas y órdenes del General. Este no permaneció mucho tiempo quieto. Se acercó a mí en cuanto los otros me dejaron, débil y sin fuerzas para levantarme y plantarles cara. Al contrario de lo que había intuido, el General se inclinó a mi lado y me dejó escudriñar sus facciones con calma. Me pareció una imagen solemne. Poseía un rostro severo, adornado con un espeso bigote en una cabeza grande. No se parecía a los otros perros sumisos a sus órdenes, salvo por esa insistencia en pronunciar la palabra más alta. Por un instante tuve la sensación de que me había encontrado con él antes. Su aspecto, pese a mis ojos entornados y la debilidad, me resultó familiar o cuanto menos de alguien que se me había puesto por delante anteriormente Me aseguró no tener intención de hacerme pasar por otra mala experiencia como aquella a la que me habían rebajado sus secuaces y, de hecho, lo observé arrancándole a su cara una sonrisa que transmitía confianza, un gesto que evidenciaba mi salvación.
─Entonces, ¿te llamas Líder? −me preguntó finalmente.
─Sí, ese es mi nombre. Pero no soy un espía ni tampoco americano.
─Me consta. Sé también que solo hay un perro en este país que se llame así.
─Eso creo… Soy yo, pero ¿por qué lo dices?
─Porque sé de buena tinta quién es el tal Líder y, si ese fueras tú, indudablemente tendrías que haberme reconocido.
Su comentario me dejó boquiabierto. Me puse a darle vueltas a la cabeza, deseando que quizás mi memoria me trajera algún recuerdo o, a lo mejor, me ofreciera un dato salvavidas, aunque solo fuera con un atisbo de esperanza, para reconocer a este perro que estaba delante de mí, llamado General, que, o bien me conocía de verdad o estaba intentando tenderme un trampa.
─ Lo siento, General. Mi memoria viene fallando con el tiempo −me disculpé a la postre.
─ ¡Yo te la refrescaré!
Y diciendo aquello, se incorporó mostrándose ante mis ojos con porte colosal. Poseía un cuerpo cuarteado por el sol, sin más defecto que la cojera de su pata izquierda, apenas perceptible, por otro lado. Dio una y otra vuelta delante de mí y luego se inclinó sobre mi oído y habló entre susurros de una mascota que yo usaba de pequeño, que solo conocía otro perro de cuando nos reuníamos en un lugar que adorábamos, ahora lejano, que quedaba allí, detrás de nosotros… « ¡Qué! Imposible, ¡no creo lo que ven mis ojos!»
El General se echó a reír y seguidamente se retiró los bigotes para distinguir tras ellos el rostro de mi hermano, al que daba por perdido ya no sé ni desde cuanto tiempo.
A pesar de mi indisposición y mis heridas, salté loco de contento, brincando en círculo por detrás de él, mientras contemplaba cómo su aspecto había llegado a ser el que era. Él, sin embargo, no mostró ninguna reacción y se mantuvo en un semblante serio e irascible, con el que entendí que no podía manifestar clase alguna de afecto o acercamiento delante del grupo de perros sometidos a él, los que, por otra parte, no lejos de nosotros, seguían pendientes de nuestros movimientos.
Después de aquello, no guardó silencio ni un segundo y ordenó a los perros que me ayudaran a recuperarme; así fue que me limpiaron y sanaron, en la medida de lo posible, las heridas que ellos mismos habían causado. Cuando empecé a sentir cierta mejoría y algo de alivio, mi hermano me sacó fuera del grupo. «Ven conmigo −exclamó−, vamos a buscar un lugar apartado». Dejó a su manada de perros protestando ante la orden de que permanecieran donde estaban.
En un sitio alejado de las miradas y los ladridos de todos, escuchó por mi boca lo que me había sucedido en los últimos días y cómo había ido a parar hasta ellos. No me preguntó por lo acontecido en casa de Almualim ni tampoco cuál había sido el destino de nuestros padres. Por su parte, me reveló que había llegado a saber muchas cosas de nuestras vidas al caer en sus manos una valija con unos cuadernos. Se la arrebató a uno de los perros que fueron asesinados en la última etapa. Recordaba bien su nombre: Juda. Hace un mes aproximadamente apareció en su campamento militar, donde nos encontrábamos, y pidió ayuda para huir del país. «Mostraba ambiguos ademanes y, sinceramente, sus extrañas maneras me hicieron dudar. Aun con todo, estaba dispuesto a ayudarlo; era algo que había hecho muchas veces antes. No le di al asunto mayor importancia hasta que recabé en el saco que llevaba con él. El hecho de no dejarnos averiguar qué contenía hizo crecer mis incertidumbres y ordené a mis perros que se lo quitaran. En cuanto vi los cuadernos, reconocí enseguida las memorias escritas de puño y letra por Almualim. El tal Juda no aportó ninguna explicación convincente de cómo se había hecho con ellos, así que empezamos a torturarlo hasta que confesó. ¡Ojalá hubiera mentido o se hubiera quedado callado antes de revelarme la verdad! No alargué el asunto. Dejé su destino entre los colmillos de mis perros rabiosos que lo descuartizaron y se deshicieron de su cadáver en medio del desierto para que lo devoraran las aves rapaces y los chacales. Aquel día fue cuando leí la mayor parte de los cuadernos y, gracias a ellos, supe lo que había acontecido, vuestros últimos pesares, cómo murieron nuestros padres, y también qué fue lo que te sucedió a ti. Almualim lo había anotado todo con lujo de detalles».
Solo en este momento advertí que la valija que acarreaba mi hermano eran los cuadernos de memorias de Almualim, que Juda robó de entre las pertenencias que se llevaron de la casa. No me compadecí de él, pues comprendí que él mismo había trazado su destino a razón de lo que sus manos habían cometido. No estuve apesadumbrado por mi hermano, cuando de propia voz me contó cómo le vinieron las cosas para llegar a dirigir una banda de perros en un desierto sin límites.
Mi hermano apuntó: «No maquilles las palabras, Líder. Yo guío una banda de salteadores de caminos, esa es la verdad. En cuanto a cómo llegué a esta situación, eso fue hace mucho tiempo. Las circunstancias de la última guerra y la destrucción desataron el caos y nos hicieron crecer, a mí y a mi banda, en fuerza y autoridad»
Se puso a pensar recopilando la historia de sus días, los que siguieron a nuestra separación después de que Almualim lo regalara a un conocido. Y empezó a hablar sin parar, como si todo volviera a pasar por delante de sus ojos a través de una pantalla invisible. Con la vista entornada y la mente en otro lado, me hizo un resumen de su vida pasada.
FICHA TÉCNICA:
Memorias de un Perro Iraqui
Autor: Abdul Hadi Sadoun
Traducción del árabe: Noemí Fierro
CALAMBUR EDITORIAL 2016
PVP 15 €
ISBN 9788483593738
228 págs.
BIOGRAFÍA
Abdul Hadi Sadoun es un escritor e hispanista nacido en Bagdad (Irak) en 1968. Abandonó su país después de la guerra del golfo en 1991, tras cumplir el servicio militar obligatorio. Desde 1993 reside en Madrid. Entre 1997 y 2007 codirigió la revista en lengua árabe Alwah, y desde 2006 dirige la colección literaria «Alfalfa», especializada en literatura árabe. Es autor de varios libros en árabe y español publicados en Siria, Jordania, Dubái, Líbano, España, Cuba, Venezuela y Reino Unido. Es autor de novelas como El día se viste un traje manchado de rojo (1996), Tesoros de Granada (1997), Plagios familiares (2002),Tustala (2014) y El regreso a la tierra (2015); así como de los poemarios Encuadrar las risas (1998), No es más que viento (2000), Escribir en cuneiforme (2006), Pájaro en la boca y otros poemas (2009), Siempre todavía (2010), Campos del extraño (2011). Ha editado y traducido al español las antologías de poesía iraquí contemporánea La maldición de Gilgamesh (2005), A las orillas del Tigris (2006) y Otros mesopotámicos raros (2009). Ha traducido al árabe numerosas obras literarias de autores españoles como Don Juan Manuel, Gustavo Adolfo Bécquer, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, José Hierro, Enrique Vila-Matas y Sanchis Sinisterra, entre otros. En 2009 ganó la Beca Internacional Antonio Machado por el poemario Siempre todavía. Su prolífica obra ha sido traducida a alemán, español, catalán, francés, gallego, inglés, italiano, persa y turco.