Abandoné esa casa en cuanto pude, cuando me di cuenta de que ese refugio forzado de la familia no iba conmigo, de que éramos una célula dentro de un organismo social ...
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Vuelvo a la casa donde crecí. Una pátina de polvo cubre los muebles, las cortinas, los espectros. Abandoné esa casa en cuanto pude, cuando me di cuenta de que ese refugio forzado de la familia no iba conmigo, de que éramos una célula dentro de un organismo social que incluía abuelos, tíos, primos, con una jerarquía y unas costumbres de clan mafioso. Por ejemplo, mi padre era el segundo de cinco hermanos. El día de Navidad él tenía que ir a felicitar a su hermano mayor, mientras los siguientes seguían esa misma norma. Las estrenas, dinero que se daba a los pequeños y a algún mayor poco dotado para el trabajo, se repartían entre la numerosa prole familiar en metálico, monedas que el donante encerraba en su puño y tenías que besarlo para que lo abriera y te mirara con gesto patriarcal mientras se lo agradecías con una actitud sumisa, y guardabas aquellas monedas de cincuenta pesetas acuñadas por la gloria de Dios. No logré ser yo mismo hasta que pude desembarazarme de todos ellos. Poco a poco, como quien se quita un cuchillo clavado en el vientre. Pero esa es otra historia. Nunca volví a verlos ni miré hacia atrás. Mi madre murió sin verme, sin darme un último beso. Tampoco me dio el primero, por lo que fue consecuente toda su vida. Y allí estaba yo, heredero de aquella casa modernista preciosa donde me crié sin apreciar su belleza. Todo aquello resultaba acogedor hasta la angustia. Fui hasta el escritorio de mi padre y escribí con el dedo sobre el polvo estancado: "Que os jodan a todos, vivos y muertos".