El único modo posible de hablar del amor romántico sin asomarse a la cursilería y sin echarlo todo por el desagüe del fatalismo es dedicarse a desbrozar, como lo hace Foekinos, la realidad tal y como es ...
La delicadeza, de David Foenkinos, es un libro raro y valioso. Hoy en día, cuando estamos perdidos en tantos aspectos de la vida, cuando la vorágine de acontecimientos, deseos, aversiones, ficciones, impotencias y miedos forma una dura capa casi cementosa que nos impide parar un momento a saborear la realidad tal y como es, cruda e inefable, me alegra mucho que una novela pueda hablar del amor romántico del modo en que esta lo hace. El único modo posible de hablar del amor romántico sin asomarse a la cursilería y sin echarlo todo por el desagüe del fatalismo es dedicarse a desbrozar, como lo hace Foekinos, la realidad tal y como es. La asombrosa cantidad de elementos coincidentes que hace que una relación de cualquier tipo y de cualquier duración pueda llegar a darse. El contacto humano básico. Ese tipo de coincidencia tan contundente y a la vez tan delicada que la confundimos de un modo irresistible con cierta idea de destino, de serendipia cósmica. Foenkinos pone bajo su microscopio la relación entre el friqui de Markus y la eficiente y hermosa Nathalie, imprevisible para cualquiera en la oficina, y resulta muy difícil no darse cuenta, a fuerza de la precisión de su prosa, de hasta qué punto estamos todos abocados al impulso de dar y recibir amor. Y a colocarnos, durante el breve periodo de nuestras vidas en la tierra, en muy diferentes roles, tal vez en todos los roles posibles del amor, si es que ese catálogo fuera algo que pudiera conocerse. Creo que Foenkinos nos ayuda a entender no sólo las relaciones de amor romántico, sino todas las relaciones posibles. Amistad, enemistad, simpatía, pasión, odio, encandilamiento. A todos nos ha pasado que conocemos a alguien sin sospechar cómo eso modificará nuestra vida, creyendo que estamos seguros, que los otros son simplemente eso, otros y otras, y que nos protege de ellos una bolsa de pellejo y huesos -nuestro cuerpo- en la que creemos vivir separados del mundo, aislados, escondidos. Pero en un momento u otro nos ocurre lo que a Markus, que dice lo siguiente: "Le habría encantado no conocer jamás el sabor de los labios de Nathalie. Le habría encantado no haber conocido jamás ese instante, pues se daba perfecta cuenta de que iba a necesitar meses para recuperarse de esos pocos segundos." Todos tenemos esos chispazos, esos vislumbres de claridad que nos permiten ver lo que verdaderamente somos, o al menos lo que no somos. No somos un cuerpo aislado. Si queremos vivir algo parecido a una vida no nos queda más remedio que sentir eso que hay en el espacio, invisible pero latiendo, disponible, esperándonos, vibrando entre nuestros ojos y los ojos del mundo.