Foto: ©ardiluzu
Cada vez veo más cine en casa, en un televisor de tamaño mediano que me compré hace unos años y que, si apago la luz, me brinda la sensación de estar en unos multicines. Sigo prefiriendo la sala oscura y la pantalla grande, pero soporto peor a mis compañeros de butaca: ese empeño por mirar el móvil en mitad de la proyección, o que lo abran para responder un WhatsApp, o que alguien conteste una llamada apatentemente vital para el receptor —sí, prefiero carne en vez de pescado—, o que se rían de chistes que no lo son o no dejen de hablar en toda la película —conversaciones privadas que poco tienen que ver con lo que están viendo pero que deben de ser igual de trascendentales como para no tratarlas en la calle o en casa—.
En su último libro, Los refugios de la memoria (Editorial papelesmínimos) el escritor vallisoletano José Luis Cancho dice valorar las artes silenciosas, la literatura, la pintura, un aspecto que quizás tenga que ver con la edad, que le molesta el volumen atronador de las salas de cine. Un sonido que te envuelve como si el director quisiese meterte también en la película. Hace unos años mi tía me dijo algo similar: había dejado de ir al cine por el permanente estado de tensión que le había provocado el largometraje: los sonidos surgían de un altavoz a la izquierda, se desplazaban luego a la derecha, y hacia atrás, aspectos que la despistaban, que la hacían desconectar del argumento. Y a eso se añadía el movimiento veloz, acelerado, urgente, de un cámara con Párkinson. Salió de la sala mareada y decidió no volver a sufrir tamaña experiencia. En el salón de su casa las películas le resultaban más pausadas, menos estrepitosas.
Desde unos meses a esta parte siento que el volumen de los filmes de accción se ha multiplicado. Me pasó este verano con Atómica, de Charlize Theron, y especialmente con Baby Driver, cuya banda sonora era como meterse un chute de adrenalina. Y a la orquesta de ruidos se le añadía el empeño de nuestros compañeros de proyección en que supiésemos que también ellos estaban allí. Se sentó delante de mí un tipo cuya ropa no había pasado por una lavadora en meses. Me temo que tampoco él era asiduo a la ducha, a juzgar por el pringue de su cabello. De pronto la sala se llenó de un olor acre, a sudor, a tabaco rancio, a establo. Y pensé que a las nuevas tecnologías cinematográficas les faltaba algo de eso. Ya no bastaba con el 3D, el Dolby Surround 7.1 o el THX. Lo verdaderamente novedoso sería que los espectadores descubriéramos los olores de los espacios en los que se movían los protagonistas. Que experimentáramos la sensación de entrar en un laboratorio forense, y nos llegara esa vaharada que anticipa el descubrimiento de un cadáver y que parecía haber inundado aquella tarde nuestra proyección.