Sabe aspirar profundo el humo dulzón de la hierba. Y, de verdad, tiene el pelo más negro que la noche que los envuelve sobre la colina. Abajo titila el barrio, sube desde sus calles el tibio rumor de la música, las voces que se entremezclan. Él acaricia el pelo liso y oscuro de Elsy. Pero ella sigue absorta, aspirando el cigarro con deleite, aspirando la vida que parece apretarse en él.
Son las ocho, pero no importa. Él tiene libre la noche. Es sábado. Ella mira como perdida las borrosas estrellas. Él, sus labios secos, sus ojos brillantes. Tiene las piernas abiertas sobre el pasto, la falda corta las destaca nítidas, perfectas. Él huele, besa, acaricia después sus pies descalzos. Le gustan mucho los pies descalzos de Elsy. Ella lo deja hacer y se ha quitado por eso las sandalias de cuero. La blusa corta y roja ajusta mucho sus pequeños senos. Pero a él le gustan también los senos pequeños de Elsy y los roza de vez en cuando con los dedos.
A trechos cesa el rumor de la música y se oyen las voces desde las casas. Más acá tremola el viento entre las hojas y se siente el zumbido de los grillos en toda la colina. Elsy no dice nada, vuelve a darle chupadas al cigarro de hierba que se termina ya.
Elsy empieza a gimotear —nunca sabría por qué—, tumbada todavía en el pasto. Él vuelve a su lado, trata de entender sin preguntarle nada. Ella sólo deja que rueden lágrimas y se sienta, recogiendo las piernas, tiritando de frío. —Tengo sed — dice, y se pasa la lengua por los labios secos. Él sabe entonces que tendrá que bajar al barrio con ella —y todos los mirarán, sabrán de su encuentro—, para llevarla a su casa, la de ella, o al menos hasta muy cerca. Cuando le da la mano para ayudarle a levantarse, la muchacha vuelve a tenderse boca arriba. Se quita la camiseta, rápidamente, dejando ver los senos pequeños y hermosos. Luego la falda. Él se inclina y la abraza. Elsy lo atrae sobre sí y lo besa. A él le encanta ese beso, salado por las lágrimas y algo apergaminado todavía. Quisiera quedarse ahí toda la noche besándola. Ella le abre la bragueta del uniforme con la mano y le acaricia el pene con suavidad. En dos minutos lo está chupando y a él le parece que desde el barrio la música sube más fuerte. Incluso las voces. A esa hora deben estar terminando de comer, piensa, y la gente saliendo a beber, a pasear por las calles del barrio. Pero él está entregado a una de las experiencias más importantes de su vida y sólo debe concentrarse en las caricias, en la boca de Elsy que parece quererlo todo, apurarlo todo en ese momento. La aparta un instante y deja que se tienda otra vez sobre el pasto para quitarle los calzoncitos blancos. Empieza por lamerla desde la punta del pie, el calcañal hasta la rodilla derecha. No puede esperar mucho tiempo y echando abajo el pantalón y el calzoncillo se acomoda para penetrar a esa muchacha que sin mayores misterios, como lo había soñado esos últimos meses de cuartel, “se lo da” por fin, maravillosa, apasionadamente.
Quizá media hora después comienzan a bajar entre piedrecillas que ruedan, grillos que se callan, rumores del barrio que continúan subiendo. De pronto, recostados a un barranco, entre la oscuridad más densa, se encuentran con los cuatro de La Ramada. Están ahí esperándolos, silueteados por un resplandor malévolo, dispuestos a obtener lo suyo.
Cuando despierta, el sol de la mañana le escuece en la cara. Hay sangre en su nariz, reseca. La cabeza le duele muchísimo. El cielo del domingo se extiende límpido y feliz sobre el “Quitasol”, ese cerro tutelar del barrio. Sabe que sabe y prefiere levantarse como puede… arrastrándose un poco. Al fin, se pone de pie. Mira hacia el sitio donde Elsy estuvo tendida. Nada, excepto sus sandalias. Va hasta ellas y las recoge. Se las mete dentro de la camisa y, sin atreverse a decir, a pensar otra cosa, decide que debe bajar pronto, ir a su casa y bañarse, tratar de aparecer entre los suyos como si nada hubiera pasado. Diría que estuvo en una fiesta con amigos, que se peleó con alguien, que no recordaba mucho porque bebió un poco. No contaría de la vergüenza, no contaría de la humillación, de la cobardía y el asco de haber visto todo lo que hicieron con Elsy sin que él moviera un dedo. No diría nunca nada, ni siquiera cuando la noticia de su desaparición era ya una leyenda.
(1988)
Pedro Arturo Estrada (Colombia, 1956). Ha publicado Poemas en blanco y negro (Editorial Universidad de Antioquia,1994); Fatum (Colección Autores Antioqueños 2000); Oscura edad y otros poemas (Universidad Nacional de Colombia, 2006); Suma del tiempo (Universidad Externado de Colombia, 2009); Des/historias (2012); Poemas de Otra/parte (2012); Locus Solus (Sílaba editores, 2013); Blanco y Negro, nueva selección de textos (NY, 2014) y Monodia (NY, 2015). Es premio nacional Ciro Mendía en 2004, Sueños de Luciano Pulgar en 2007, Beca de creación Alcaldía de Medellín, 2012 y Casa Silva, 2013, entre otros. También ha participado en distintos festivales y encuentros de poesía en Colombia y E.U. Sus textos se recogen en algunas antologías nacionales y del exterior, con traducciones al inglés, rumano, portugués y francés, entre otros.