Efectivamente, desde el punto de vista biográfico, tanto Mansfield como Quesada son isleños; ambos, coetáneos casi perfectos, efectúan incursiones frustradas en el exterior y son descritos por Rodríguez Padrón como “rebeldes e intransigentes” a la par que “frágiles y solitarios”
Un viejo y querido profesor de mis años de facultad, experto en hacer pensar a sus alumnos, propuso en cierta ocasión, con un guiño travieso: “¿No va siendo hora de estudiar la influencia de César Vallejo en la obra de Quevedo?”. La idea, tan aparentemente peregrina, ofrecía todo un programa desestabilizador que a algunos nos resultaba sumamente atractivo. Lo más parecido a esa sensación que he experimentado en los últimos años procede de mi reciente lectura del ensayo Katherine Mansfield y Alonso Quesada. Ser una de esas islas, de Jorge Rodríguez Padrón, en el que el canario coteja las obras de dos autores perfectamente desconocidos entre sí. La neozelandesa Mansfield (1888-1923) y el español Quesada (1886- 1925) nunca se conocieron y es imposible que jamás se leyeran. Las coincidencias entre ambos son, no obstante, muy notorias; y el hecho de que Rodríguez Padrón recurra a la literatura comparada, tremendamente infrecuente en la crítica española, tan asida a lo castizo. Pero lo había dejado escrito Claudio Guillén: “Si la poesía es la tentativa por reunir lo que fue escindido, el estudio de las literaturas es un intento segundo, una metatentativa, por congregar, descubrir o confrontar las creaciones producidas en los más dispares y dispersos lugares y momentos: lo uno y lo diverso”. Ese es, aquí, el trabajo de Rodríguez Padrón, tan interesado siempre por lo que ha llamado “memoria literaria europea” del siglo XX.
Efectivamente, desde el punto de vista biográfico, tanto Mansfield como Quesada son isleños; ambos, coetáneos casi perfectos, efectúan incursiones frustradas en el exterior y son descritos por Rodríguez Padrón como “rebeldes e intransigentes” a la par que “frágiles y solitarios”; de una u otra manera –vital, literariamente– ambos maduran de vuelta en la insularidad; y los dos se ven determinados de forma implacable por la enfermedad –la tisis en ambos casos. Los dos separan su yo vital de su yo literario y lo marcan mediante el correspondiente pseudónimo. Las coincidencias son a veces asombrosas; pero si el ensayo se limitase a una enumeración de paralelismos vitales, por muchos y sutiles que estos sean, su cotejo no sería más que un divertimento biográfico. Rodríguez Padrón se acerca a sus obras, que conoce bien, y extrae conclusiones nada caprichosas en el territorio de lo supranacional literario.
Excluida la idea de intertextualidad en sentido estricto, la relación que pueda existir entre las obras de Alonso Quesada y Katherine Mansfield solo puede atribuirse a una intertextualidad en un sentido muy lato, derivada de compartir circunstancias similares en una Europa literaria común. No hablo de la vieja idea romántica de la unidad de la literatura europea, basada en un concepto casi genealógico del caudal ideológico común o de la historia compartida, una idea que impregnó el origen del comparatismo pero nunca pudo oscurecer el hecho de que, frente a lo uno y compartido, existe lo diverso, lo individual e intransferible, lo que precisamente hace de cada creación una obra única e inimitable y un objeto de interés crítico. No: hablo – habla, más bien, Rodríguez Padrón– de una actitud especial ante la literatura y de unas consecuencias textuales concretas que comparten, particularmente, Quesada y Mansfield frente a la gran masa de sus autores coetáneos. En ambos escritores existe una conciencia moderna de la identidad rota, eso que –decíamos– la poesía aspira infructuosamente a recomponer. Y, por tanto, su escritura es, independientemente del género al que se adscriba (los relatos de la de Wellington, los poemas y novelas del canario) de carácter eminentemente poético.
La perspectiva literaria de Quesada y Mansfield, nos dice el ensayista grancanario, se basa en el “debate con las formas consagradas por el siglo XIX que sobre ellos gravitan”, a saber, respectivamente, el costumbrismo español y la novela victoriana. Su “voluntad de diferencia”, sin embargo, no los conduce a incurrir en los ismos tan en boga en su época. No son, ni Quesada ni Mansfield, escritores de vanguardia, militantes que asuman postulados colectivos; su ironía, su desdén hacia las convenciones sociales y literarias no les permite, tampoco, caer en nuevas convenciones. Intentarán “poner en cuestión la escritura literaria convencional de su tiempo” y, en ese camino, sacudir “los órdenes de la lengua en que esa última escritura se encierra”; pero recurre el autor del ensayo a Joseph Brodsky cuando rechaza el discurso de la ruptura de las vanguardias por suponer una nueva atadura: “porque en ellas no es el escritor el que elige la manera, es la propia cultura la que acaba por imponérsela: una mera alternativa estética”. La clave de la subversión de Quesada y de Mansfield no sería, por tanto, meramente estética, sino moral y existencial.
Rodríguez Padrón desvela algunas características compartidas de la escritura de sus dos objetos de estudio: la forma eminentemente dramática, el uso de la personificación, los signos de la narración reducidos al mínimo (son sus propios personajes los que transmiten el pensamiento de los autores); el aislamiento y la extrañeza de esos personajes y su capacidad de representar la “conciencia escindida, fronteriza” tan siglo XX de sus autores; la sintaxis narrativa sincopada y fragmentaria –su querencia cinematográfica, casi fotográfica–, que implica también una noción contemporánea del tiempo... Si Mansfield califica lo que hace de “prosa especial”, Quesada hará de su narrativa otra forma de poesía. Ambos terminarán ciñéndose a la infancia allá en el Pacífico (ella) y al contexto insular (él), pero no para refugiarse en el pasado, sino para adquirir debida distancia de la realidad que críticamente retratan. Y el resultado es una siempre fértil manifestación de la incertidumbre, un hondo elemento existencial: la ironía, la conciencia de la mortalidad sobre la que tanto y tan bien escribió Octavio Paz. De ambos escritores afirma Rodríguez Padrón que no son ya, por tanto, siglo XIX. A esa moderna incertidumbre se añaden la crítica social y moral; la deshumanización; el sobresalto vital que se refleja en “la respiración de la prosa”... Como ejemplo de soluciones similares aporta, entre otros pasajes, sendos fragmentos del relato “En la bahía” de Mansfield y de la novela Las inquietudes del Hall de Quesada. Los dos son de 1922.
Y todo nos lo cuenta Jorge Rodríguez Padrón con su estilo habitual: una prosa barroca, fluida y caracoleante, pero humilde y muy explícita, que no renuncia a ninguno de los índices de la reflexión, como si se estuviera dirigiendo oralmente a un público o, aún mejor, comunicando sus meditaciones, en un ambiente tal vez discreto y acogedor, a una compañía de amigos por los que sintiese el mejor de los afectos. Con ese respeto suyo a la inteligencia que un buen lector tanto aprecia.