La lectura es un paseo en el que vamos viendo caer, como meteoritos, palabras que a pesar de estar en desuso nos suenan a nuevas. Es una especie de construcción ...
Una de las novelas más sólidas que he leído este año es Intemperie, de Jesús Carrasco. Se podría escribir mucho sobre la relación con el léxico que el texto nos propone. La lectura es un paseo en el que vamos viendo caer, como meteoritos, palabras que a pesar de estar en desuso nos suenan a nuevas. Es una especie de construcción del pasado que nos da la impresión de conformar un futuro natural, apocalíptico y acuciante. Carrasco es un espeleólogo del idioma, y consigue salir de la cueva oscura en la que trabaja con términos que tienen un aire casi mágico, cuyos significantes parecen, en la imaginación, como debían de parecerles los imanes del primer párrafo de Cien años de soledad a los personajes de la novela de García Márquez. Se nos ofrece la naturaleza, el paisaje y el pueblo que creíamos irrecuperable, y la ofrenda va envuelta en un papel de regalo irresistible: una historia potente y valiosa. Pura imagen, puro cine de papel. Es el Cormac McCarthy de Castilla. Y es muy bueno.
Los personajes principales son un niño brutalmente maltratado, el hombre que lo maltrata y un pastor que decide intervenir para ayudar al crío. La integridad moral del pastor resulta abrumadora justamente por no ser en absoluto moralista. El personaje raya la santidad -revelada enteramente en un solo detalle- y nos confunde, nos agita interiormente al obligarnos a recalibrar nuestra propia flaqueza, nuestra propia humanidad. Hay una espiritualidad intensa, ajena por completo a cualquier religiosidad institucional, que se esconde como un grano de arena nuclear en el centro del abrumador desierto de dureza que, con todo lujo de detalle, vemos desplegarse en la historia del niño y del pastor. Una especie de manual no dicho, apenas sugerido, de cómo vivir una vida, incluso una vida que apenas parece digna de vivirse.