Hoy es día 10 de marzo de 2004, día de oración en grupo. Los miércoles solemos hablar a Mahoma, contarle nuestros problemas, no siendo éstos distintos de los que afectan al resto de la humanidad. Nos sentimos acogidos en su bondad. Comprendidos en su oración. El año pasado vine a Madrid con renovadas esperanzas. La vida en Afganistán era dura, una subrepticia libertad adquirida a costa, entre otras, de la muerte de mi marido Mahdi en la guerra.
Salí de la mezquita de la M-30 alrededor de las nueve de la noche. La noche ya atrapaba la capital y me dirigí a mi casa en autobús. Aun no me he acostumbrado al metro, tal vez tenga miedo de espacios tan cerrados. Madrid de noche es bella; metrópoli envuelta en inmóviles luciérnagas. Lavapiés me esperaba aun despierto, nunca sé cuando está totalmente dormido. Creo que mucha gente aun sigue viviendo en la hora de su país.
- Mami mami, ¿me has traído algo?- exclamó Mu´ammil con entusiasmo.
- Buenas noches hijo, ¿has hecho ya las tareas?- pregunté de forma cortante.
- Mamá es que hay un ejercicio que no sé hacer- afirmó.
Después de realizar el matemático ejercicio junto a mi hijo, al que pronto no voy a poder ayudar, cenamos. En este barrio es fácil encontrar comida típica y añorada de la tierra. ¡Si vieran mis antiguos vecinos el precio que tiene!, creo que con el sueldo de allí sólo podrían mantenerse dos días.
Mu´ammil está nervioso esta noche, su intranquilo pero acompasado resuello así me lo demuestra. Miro en derredor pero no encuentro ninguna causa. Incluso el barrio, caracterizado por una constante agitación, se vuelve cómplice de la templada nocturnidad. Tal vez por ese cordón umbilical que une a madre e hijos, invisible tras el nacimiento, me contagio de ese nerviosismo. Extrañada y ya en pie vuelvo a asomarme a la ventana de la habitación, la ciudad yace acolchada en uniformes adoquines mecida por una tenue luz. Un nudo en la garganta obstruye parcialmente mi respiración. Es una sensación de agobio que creía superada cuando arribé hace un año.
La última hora que recuerdo antes de levantarme estremecida eran las cuatro de la madrugada. Un lejano sonido de sirenas irrumpe furibundo en la ciudad. Cae el telón de la sosegada y urbana noche accionado por un ente anónimo y deja el distante escenario, vacío y desocupado, a la espera de sus nuevos e improvisados actores; lejano del alcance del público.
El sonido magnético de las televisiones y las radios atravesaba los frágiles tabiques de mi habitación, perforaban el techo aparentemente sólido del cuarto, se colaba por los pequeños intersticios de los tablones que hacían las veces de suelo pese a estar recubiertos por una gruesa manta. Ese sonido me golpeaba, me quería decir algo, me llamaba.
- Mamá, mamá ¿Qué está pasando? -preguntó mi hijo. Pero no supe contestarle.
Encendí tan pronto como pude la televisión. Las noticias llegaban racionadas, mal servidas, acompasadas por la voz temblorosa de la comentarista. Un artefacto en el AVE. No hay bajas. Una explosión en Atocha. Golpes letales se han escuchado en el Pozo. Atención Santa Eugenia. Se desconocen las causas. Calle Téllez, hospital de campaña. Nos informan que hay muertos. El terrorismo golpea Madrid de nuevo. Las cifras bailan, se hacen oscilaciones. Ábaco en el que el informador va pasando las cuentas de colores, ahora tonos de grises.
Con la mirada fija en las primeras imágenes pensé en mi familia. No tengo familia, recordé, la perdí en la guerra. Abracé a mi hijo.
- Mamá, ¿Por qué vuelves a tener eso en la cabeza?, así no te puedo ver. Aquí ya no lo lleva nadie. Mamá quiero volverte a ver como antes. Como cuando me acosté ayer.
- Hoy no es como ayer hijo. Ya lo entenderás.
- Quiero darte un beso mamá, quítate eso- afirmó rozagante Mu´ammil.
- Mañana me lo quito, hoy quiero vivir esto detrás de lo que fue mi condena. Apresada en esta jaula. Como en miles de pequeñas ventanas buscando en alguna de ellas una salida a tanto sufrimiento. Miles de panales donde depositar lo más dulce de la vida.
Las imágenes seguían llegando. El cuarto se iba empequeñeciendo conmigo dentro. Las paredes me asediaban. Apoyé mi hombro sobre una de las paredes y mi espalda en la contigua. Ahora veía la vida desde una esquina rota, mi esquina. El burka no servía de filtro, no me protegía. Lo que sirvió de antaño, ahora solamente me colapsaba las vías respiratorias. Quería que me sirviera de tamiz, de mosquitera en la que no pudiera entrar el dolor ni expulsar mis sentimientos.
Me arrodillé, puse el brazo sobre la cama y la cabeza encima del mismo y lloré. Cerré los ojos y acudieron a mí imágenes de la guerra en mi país. Niños desollados por las bombas o arrancados del seno de la familia para luchar por unas ideas que en el fondo no conocían, cielo abierto del que emanan lenguas de fuego cayendo sobre el desierto y abrasando los cuerpos de la sociedad civil, persecuciones sin perseguidos, culpables sin juicios e inocentes, inocentes muertos.
Nunca sabemos lo que nos trae el albor del nuevo día. Se producen lanzamientos de nuevas inquisitivas. Explosiones en los vasos sanguíneos que impiden que la sangre llegue al cerebro y podamos pensar. Cada vez cuesta más encontrar respuestas a tales sinsentidos. Me puse en pie, mis piernas tiritaban estremecidas tal vez por el incesante percutir de Madrid. Cuerpo y ciudad como materia de la misma naturaleza. Sentimientos que afloraban de mi piel impregnándose en cortinas, colchas y relieves del gotelé formando un sentimiento común, envolvente, profundo. Seguía escuchando gritos, dolor; gente enseñando fotos, dolor; los hospitales llenos de enfermos y familiares de desaparecidos, dolor; médicos horrorizados, dolor, dolor, dolor.
Exangüe, decidí abandonar mi casa; no sin antes dejar a mi hijo al cuidado de mi humilde vecino, Wilson. El tío Wilson, le solía llamar Mu´ammil. Yo apenas tenía tiempo para atenderle y aquél hombre latino de pequeños ojos azabaches, piel morena y curtida por el recio clima de su país y de honesto espíritu, me ayudaba en las difíciles labores de criar a un hijo.
- Azra, ¿estás bien?- me preguntó preocupado.
- Necesito salir Wilson. Espacios abiertos. Estar en contacto con la ciudad. Sentirme un pedazo de carne más unido a esta urbe gris y artificial- respondí.
- Mamá no me puedes dejar aquí ahora -declamó Mu´ammil.
- Vengo enseguida hijo, quédate con el tío Wilson. Pórtate bien- afirmé.
- Mamá, mamá
-prorrumpió en llanto Mu´ammil. Dejé de oír el lamento según bajaba las escaleras.
La puerta del portal se cerró tras de mí con un fuerte estruendo. ¿La puerta era de salida o de entrada? No sabía si abandonaba el lugar de mi encarcelamiento consciente o si entraba en el teatro del inconsciente horror. Lavapiés yacía en insondable tranquilidad, los vecinos se agolpaban en torno a los pequeños televisores de cafeterías, tiendas de ropa, pastelerías y pequeños comercios familiares a los que llegaban señales de China, Arabia, Rumania, Marruecos o Ecuador. Las voces extranjeras se confundían y solapaban con los titubeantes radiofonistas españoles formando una sola voz: la voz universal, la de la sociedad civil que padece las decisiones de disolutos gobernantes y locos genocidas. Observo, tras el cristal de los comercios, las figuras lánguidas y difusas de los circunstanciales clientes. Sus ojos desorbitados intentando captar cualquier imagen, no perdiendo detalle. Lloran pero no sé si es por el esfuerzo de mantener los ojos tan abiertos o por el dolor que expresa su espíritu. Algunos no aguantan más y se frotan lentamente la cara con las palmas de su mano queriendo dar paso a un segundo rostro, el de la esperanza; otros se voltean y hablan solos.
No puedo fijarme más en las personas, pienso. Miro la plaza, sigue en su tranquilidad, ajena a lo sucedido. El reloj sigue dando la misma hora que ayer. Los escuálidos árboles mantienen su frescura, luchan por madurar. Las farolas se erigen, en su rectitud, buscando el espacio ideal donde mantenerse y cumplir su función de iluminar en estos oscuros momentos. Los balcones, simétricamente ordenados, se cuelgan de las fachadas huyendo como yo de cualquier espacio cerrado. ¡Cuanta armonía encuentro en el lado indolente de la naturaleza!
Un repentino canto acompañado por los desgarradores acordes de una guitarra española me hizo parar de súbito delante de aquél portal. Me sentí valiente ante aquélla puerta de hierro forjado y la empujé. La música se hizo más intensa y hechizada por ella comencé a andar a través de aquél lúgubre pasadizo, tanteando las paredes frías pese a rozar ya la primavera y procurando no tropezar con aquél irregular suelo, fruto del desgaste sufrido tras la lucha con Cronos. Al final del túnel se hizo la luz. Y allí estaba él, sentado en medio del luminoso patio interior del edificio. Era un hombre de mediana edad, desgarbado, de cuyo enjuto y moreno rostro destacaba aquélla prominente nariz. Su abultado y ondulado pelo le cubría la mitad de la cara; de sus brazos destacaba la tensión de las venas que, en compás, con aquélla plañidera voz, constituían un marco incomparable de canto a la libertad.
El sintió mi presencia, me miró fugazmente y volvió a agachar la cabeza y cerrar los ojos. Me sentí ignorada pero no pude evitar quedarme allí, hierática e inmóvil. Lloré escuchándolo. Las límpidas y cristalinas lágrimas derramadas eran prueba de la purgación a la que estaba sometiendo mi alma. Terminó la canción. Agaché la cabeza.
- ¿Le puedo ayudar en algo zeñorita?- preguntó aquél gitano.
- Señorita, ¿se encuentra usted bien?, enseguida llamo a mi primo el Antonio que sabe mucho de la medicina- dijo con pesadumbre.
- No. Estoy bien, muchas gracias. Simplemente me ha agradado estar aquí, escuchándole- afirmé.
- Señora, me había asustado usted- añadió el gitano que luego supe se llamaba Ramón.
- ¿Por qué canta?, ¿no ha escuchado las noticias esta mañana?- pregunté en cierto modo resentida y confusa.
- Claro que me he enterado. Madrid deposita en su balsa el dolor para echarlo al mar. Yo canto para liberarme, para dar a conocer mis sentimientos, mi dolor; pues usted sabrá que la escuela no se me ha dado nunca bien y en esto de escribir y pensar soy yo muy limitado- alegó con sentimiento y sencillez. ¿Y usted, no se libera con la música?, añadió.
- Sí, tiene razón- dije a la vez que suspiraba.
Le di las gracias y volví sobre mis pasos abandonando aquél lugar. De camino a casa tuve tiempo para reflexionar sobre lo ocurrido. Mañana volveré a acudir a la mezquita. Pensaré en mi tierra, en los que allí perdieron sus vidas y, ahora, en doscientas víctimas más de este absurdo mundo de locos en guerra. Siento la certeza de asentir que hoy se ha acortado el curvado camino que desemboca en la sublime y utópica igualdad de los hombres, al menos la igualdad espiritual ante los acontecimientos.