El niño amanece cayendo a un pozo de aguas infectas. Despierta presa de un ataque de ansiedad. Coge la mano de su madre y la arrastra a la calle. Quiere ir a esperar el tren, ir a esperar a su padre que ayer no apareció. Madre e hijo, como zombis, observan a los pasajeros que suben y bajan de los vagones. La estación por un momento se vacía y el niño asume la realidad de una ausencia irreversible. Al día siguiente volverán en peregrinación a ese lugar sagrado, a ese cementerio de estructura metálica con un cirio y una flor. Y quién sabe, quizá su padre aparezca en el último tren para darle un beso de despedida.
Uno de los terroristas que reivindica el crimen (sorprende el interés que tienen muchos por atribuirse el poder sobre la vida y la muerte. Al parecer seguimos aspirando a desbancar a los dioses por la fuerza) en nombre del fundamentalismo islámico, nos dice: Vosotros amáis la vida. Nosotros amamos la muerte. Difícilmente aman la muerte cuando no respetan a los muertos. No respetan a los muertos porque desprecian a los vivos. ¡Claro que aman la vida!, una vida donde no estemos los demás.
La madre podría explicarle al hijo la muerte de su padre, porque la muerte es natural y honesta etapa de la vida. Pero lo que no puede es explicarle el asesinato. Ni puede, ni quiere, porque tendría que hablar del odio que lo provoca. Esconde la cabeza del hijo en su pecho para que no se alimente de rencor.
Un señor ha perdido el ojo derecho. Necesita hablar de lo ocurrido a todas horas. Necesita vivirlo hasta que se haga real en su mente. Se emociona al recordar que una chica, en medio del caos, se le acercó con una manta, acarició su cabeza y le susurró cálidas palabras al oído taponado.
En medio de la crueldad nos agarramos a la ternura venga de donde venga. No le preguntamos el nombre ni los apellidos.
Todos íbamos en ese tren rezan pancartas y corean gentes de bien. Pero no. No todos íbamos en ese tren. Iban los que iban. Los demás hemos de llorar hasta que se nos sequen los lagrimales. Y, después, abrir espacios en la sociedad para que las víctimas y sus familiares expresen sus opiniones, urgencias reivindicativas y necesidades. Debemos escuchar su voz quebrada pero rotunda , y ponernos a sus órdenes, homenajearles y tenerlos en cuenta a la hora de las medidas políticas y sociales. No debemos olvidar. No podemos perdonar a quien no pide perdón. No debemos rendirnos ni escondernos de los verdugos. Debemos ser víctimas y nunca más respirar con alivio hasta vencerlos. En caso contrario, quedará claro que no todos íbamos en ese tren, y volverá a triunfar la hipocresía de la gente de buena voluntad.
Le han amputado el brazo izquierdo al muchacho. En la cama del Hospital sonríe. Las imágenes de la matanza le asaltan día y noche. Pero sobre todas ellas, tiene grabada la cara de un joven alto y robusto ( al menos eso le pareció a él, indefenso ante las circunstancias) que fue su salvador anónimo. Lo tomó en brazos, lo sacó de entre los hierros y lo llevó hasta una ambulancia. El muchacho herido quiere ahora agradecerle aquel gesto de valentía y humanidad. El muchacho quiere darle medio abrazo con todas sus fuerzas.
Otras víctimas se retraen, se cobijan en la soledad y el silencio. Se vuelven descreídas, desconfiadas. La humanidad se convierte para ellas en un territorio hostil en el que dejan de creer. Llaman a los dioses y les insultan. Los retan y amenazan. Este desesperar no es nihilista. Sólo es autodefensa, superviviencia. Sólo el cariño, el apoyo, el respeto, y el reconocimiento continuado a lo largo de los años de todos nosotros, pueden salvarles, salvarnos.
Días más tarde una mujer coge el mismo tren a la misma hora. Le gusta hojear la prensa durante el trayecto. Ya no está la señora de al lado que le molestaba para desplegar a gusto el periódico. Descubre su foto en las páginas de óbitos. Lee su nombre, que no conocía. Mira el vacío del asiento. Se le resbala el corazón hasta el suelo. La culpa quiere paralizarla, pero se sobrepone. Cierra el periódico, sonríe a un pasajero que camina por el pasillo, y le ofrece sentarse a su lado.
Ya basta de la sicología moderna que se dedica hasta la indignidad a comprender a los criminales: que si una infancia difícil, que si malos tratos, que si una familia desfragmentada, que si una educación demasiado restrictiva y fanática, que si la sociedad, que si la injusticia, que si esto, que si aquello, que si éste, que si aquél. Son criminales de la gran puta y punto. Que tal si empezamos por este acertado diagnóstico para comprender y ayudar a las víctimas. Las cuales, suelen decir: No sabéis lo que es esto. No lo podéis imaginar. Hay que vivirlo para saberlo. Y es cierto, tienen razón, pero al menos podemos no añadir oprobio a su dolor dedicando nuestras fuerzas a entender a sus asesinos.
Las autoridades y especialistas insisten que lo mejor es recobrar cuanto antes la cotidianidad. La vida sigue... ¡Depende para quién!, digo yo.
Parece que quisiéramos tapar rápidamente lo ocurrido, como urgidos por un miedo a afrontar los hechos. Hay que tirar para delante...! ¡ No hay que darles la impresión a los terroristas de que pueden influir en la sociedad...!
¿Pero somos imbéciles o qué pasa?. Claro que influyen en la sociedad los criminales y la maldad sin escrúpulos. Ahí están. ¿Cerramos los ojos a ver si hay suerte, o lo encaramos con coraje?. Exijo detener el tren. Exijo reflexión, interiorización, duelo. Exijo parar las máquinas y buscar métodos de trabajo antes de arrancar. Sólo de esta forma se concibe que luego la acción sea eficaz y sostenida en el tiempo, y no una mera reacción histérica que se diluye en cuanto la normalidad nos cobija con su adormidera. Me temo, una vez más, que no todos íbamos en ese tren.
Huele a azufre, a carne chamuscada; huele a espíritus desorientados. Huele a odio.
El odio es todo lo que te gustaría hacer con un poema como éste
y no puedes.
(Roger Wolfe)