Cuando se mira muy lejos lo que se ve no es el
el espacio, sino el tiempo.
Inés Matute
Al cielo le ha salido una sonrisa extraña, blanca y negra como la de los pianos. No es azul todo lo que reluce. Sobre los tejados de abril revolotean expectativas febriles con cierto empalago de rima decimonónica.
No importa. A ver quién tuvo arrestos para ordenar al corazón que no latiera más de la cuenta cuando las golondrinas irrumpieron con las plumas preñadas de nuevos presagios sacudiéndole a febrero ese mal de hielo que le entumece las ramas. Como decía Carlyle, nos pareció descubrir, entonces, un verano invencible dentro de nosotros con el que pararle los pies al terror de tantos inviernos.
Yo quisiera ser ave migratoria. Mirar, como ellas, tan lejos que pueda sustraerme al espacio con su negra realidad de coágulos y hierros retorcidos, para sobrevolar con los ojos los dolores del presente hasta incrustarlos en el sol de otro mañana. Quizás, quién sabe, sólo en eso consista la libertad.
Pero la dicha arrogante de la golondrina cuando regresa aún en el frío me habla también de otra esperanza, esa que extiende su pancarta en medio del llanto y el horror. Hoy es siempre todavía. Nada está del todo perdido. La consumación de ciertas utopías, a veces, no requieren más que el auxilio de la fe y la tenacidad aliadas con el tiempo.
Mientras tanto, hasta que arriben las soluciones, sobreviviré con la sonrisa de piano de abril y este arma, pacífica pero implacable, de la poesía que nos ofrece su consuelo, cargada siempre de futuro.