En su libro
El planeta americano, tan pedagógico como necesario,
Vicente Verdú ofrecía, por negación, una definición bastante precisa de lo europeo. Digo por negación porque explica lo que nos resistimos a ser los europeos. Es una definición elusiva, que se revela tras un recorrido por su propio afuera. Y precisamente eso, su manera de no estar presente, es lo que hace de esta definición de lo europeo una definición específicamente europea. Un norteamericano no toleraría que una pregunta no tuviera respuesta, o que tuviera como respuesta más preguntas, negaciones, dribbligs, respuestas bifurcadas, exceso de discurso, complicación; en suma, todo lo que Europa representa para los sobrinos del tío Sam. Los americanos no quieren tener conciencia de que no hay respuestas. Pagan para que las haya. Esa es, en suma, la diferencia. Los unos creen que los otros son unas avejentadas momias pesimistas, los otros creen que los unos son unos redomados y simples tontos. Vicente Verdú explica, para ilustrar hasta qué punto la mentalidad mercantil, extremadamente empírica, es lo que diferencia a los americanos, cómo allá se comercia incluso con el futuro de las personas. Se vende el futuro, se hacen rebajas increíbles sobre cosas que serán disfrutadas más tarde: por ejemplo, los viajes. Nadie viaja improvisando el recorrido, como hacen aún algunos europeos, porque eso es más caro. Mientras antes planifiques tus vacaciones, más baratas te salen: la vida americana es así una flecha que se dispara psicológicamente más allá del tiempo, en la seguridad de que el tiempo por llegar se encuentra avalado por la fundada consistencia del presente incólume.
Pero este texto de Verdú es de 1996, es decir, literatura de la antigua era, de la era anterior al atentado del 11-S. Y las cosas han cambiado. Las condiciones de análisis del mundo han cambiado. Sólo hay una cosa, esencialmente, que hace diferente al mundo de ahora del mundo anterior al 11-S. Esa cosa no es el terrorismo. Los actos de terrorismo ya existían antes (la palabra terrorismo, por cierto, está voluntariamente indefinida, como nos avisa Derrida: su significado es cuidadosamente manejado por el poder capitalista para deslindar la violencia que ejerce de la que es ejercida sobre él, para que el terrorismo de Estado no sea llamado nunca terrorismo). Lo nuevo tampoco es la guerra, que ha existido siempre. No es el mal (el famoso eje del mal), que es universal. Es simplemente que todo esto salpicó al mismísimo jefe en su propia casa. Estados Unidos fue golpeado simbólicamente en su propio corazón, sentado en el sillón, viendo su propia televisión, zampándose sus propias hamburguesas venenosas. Y eso no había pasado jamás. Los muertos siempre estaban fuera. Ahora, para los americanos el futuro no es lo mismo que el presente, no es un continuo de vida segura y apacible. Ahora hay una amenaza que ha entrado en la casa y que no les deja descansar en paz. Y esto no había pasado jamás. Y de ahí el pitote que se ha montado en Irak y en el mundo entero. Bush sólo ve en el 11-M que hace unas semanas ha golpeado Madrid un aviso para sí mismo, un golpe a su servicial colaborador español.
Teníamos el drama tan cerca que existió una grave sensación de pérdida de control, adherida a un brutal exceso de información, de guerra periodística o telemática, de tensión, que impedía pensar y opinar con claridad. Los análisis todavía se acumulan, se contradicen, se llegan a tocar por los extremos. Por eso hay que intentar tomar un poco de perspectiva. Estamos dolidos, pero sólo queremos recordar que, antes del 11 de septiembre de 2001, los Estados Unidos, ese país que no quiere ni por asomo sacar a sus tropas de Irak ni que España lo haga, había diseñado con todo detalle y ejecutado salvajadas como arrasar Hiroshima, donde murieron en el acto más de 200000 personas y decenas de miles más murieron al poco tiempo o vivieron una tortura cotidiana hasta la muerte, sufriendo llagas, quemaduras, cánceres o malformaciones hasta morir. O la guerra de Vietnam, donde murieron un millón de vietnamitas (300 veces más víctimas que en las torres gemelas). En Vietnam, el turista puede visitar las cuevas donde muchos vietnamitas vivieron, porque el ejército americano había colocado detectores de movimiento con metralletas que mataban a todo aquel que se moviera en un radio determinado. Cientos de familias vivieron enterradas en cuevas durante diez años para salvarse, sin ver la luz del día jamás. Decimos esto sólo por recordar un par de intervenciones evitables, las dos más famosas, de nuestro hasta hace poco tiempo país aliado. Me gustaría saber qué ha pagado Estados Unidos por ello. En qué tribunal internacional han juzgado a los culpables, y en definitiva qué criterio moral nos hace escucharles en lo tocante a política internacional. Cómo Henry Kissinger sigue tan ricamente, como si nada, paseándose por el mundo.
En estas últimas elecciones los españoles han dado muestras, en contra de lo que algunos pesimistas pensábamos, de unos más que rápidos reflejos democráticos. Fíjense en la diferencia: mientras el 11 de septiembre fortaleció a un extremista de derechas, a un Bush que había salido débil de unas elecciones muy igualadas, el 11 de marzo en España vino seguido de una reacción absolutamente inversa, que no ha sido tanto una reacción a un atentado sino a la manera en que los gobernantes lo han utilizado. Un gobierno conservador de tono casposamente autoritario, casi inverosímil de tan zafio, ha sido desenmascarado y expulsado del poder por el deseo de libertad de la gente. En esto consiste, o mejor dicho debería consistir, y esperemos que sea así, la diferencia entre Europa y Estados Unidos: mientras en uno reina (o quiere reinar) una libertad compleja, en el otro lo hace la obsesión, simple y directa, por la seguridad. Sólo Europa puede implicarse en soluciones a largo plazo, auténticas, no agresivas, que nos comprometan a vivir en un mundo más justo, donde para que un país viva seguro no sea necesario bombardear a nadie.