Mujer. 40 tacos. Pija. Hija única. Amada por sus padres. Educada en la mejor escuela privada. Vida resuelta. No parece gustarle Podemos ni la gente sin clase, sea lo que sea lo que ella entiende por clase. Casada con un profesional de éxito. Madre de dos hijos. Psicópata. Así es Paz, el personaje que ha creado José Ángel Mañas en su última novela.
Lo que queda clarísimo leyendo el texto es lo complejo que puede llegar a ser un acto humano, y hasta qué punto nosotros mismos podemos ser ciegos para siempre a las verdaderas causas de nuestro comportamiento. La chispa que echa a andar el asunto es un percance de tráfico. A una familia burguesa (entiéndase esta palabra hoy en día como se quiera o se pueda) se le caen de la baca del vehículo, en plena autopista, cuatro bicicletas de montaña. Me parece magistral la manera en que Mañas da cuenta de por qué y cómo, después de discutirlo, deciden no volver a por ellas. En pocas líneas nos deja vislumbrar la asustadora sombra de esa aparente familia perfecta. El efecto dominó que provoca la decisión acabará en una serie de acontecimientos espeluznantes. Creo que la maestría está en lo siguiente: vemos cómo la mente individual de ambos miembros de la pareja elucubra y razona, y entendemos sus razones concretas, pero al mismo tiempo nos damos cuenta de que el verdadero motivo es mucho más amplio: está en la brutal falta de autenticidad de la familia desde su misma fundación. El infinito goteo de conversaciones no mantenidas, de frases no dichas, de supuestos, de soluciones fáciles, de miedos y mentiras, de tedio, de decepciones y de disimulación en que consiste esa familia tradicional, patriarcal, aburguesada, adinerada, clasista y sobre todo tremendamente aburrida. Ese es el motivo real de que no vuelvan a por las bicis. Todo me recuerda levemente a Pedro Almodóvar. Es decir, a cuando Almodóvar dejó de hacer pelis de lesbianas que ponían cachonda a la vecina de al lado meándosele encima y pasó a hacer pelis de redactores de El País que se enamoraban de mujeres de militares deprimidas porque su marido no les daba bola. Pero lo que pasa aquí es un poco más bestia.
La señora, en realidad, está loca de atar. Pero lo está sin estarlo. Está, por decirlo de algún modo, loca de no-atar. Su problema de salud mental es latente e invisible hasta que deja de serlo. Es decir, en su mente todo funciona de un modo normal. Cuando las cosas que empieza a hacer son rotundamente anormales, su tono no cambia. Ella las cuenta como quien ve llover. A un lector despistado se le pasaría el dato, tendría que volver atrás para certificar que ha leído lo que le parece que ha leído. Mañas te da lo justo para que tomes conciencia de lo que pasa, pero para que a la vez sigas la extrañamente poco delirante línea de razonamiento de la protagonista.
Me parece estupenda la elección, por cierto, del nombre del personaje. Paz. Lleva toda la vida empeñada en una paz ficticia, falsa, que se basa en evitar el conflicto en lugar de enfrentarlo. El tipo de neurosis que alimenta durante todos los días de su vida es el típico de la familia acomodada, falsamente liberal, que vive ajena a las duras realidades del mundo exterior por pura comodidad, por razones prácticas, casi por pereza. Paz es una extremista en su forma de no mirar la realidad: su matrimonio es hueco, su familia está hueca, su vida entera está hueca. Su patología tiene que ver con una especie de ley del mínimo esfuerzo espiritual o vital. Como persona, es puro envoltorio. Cuando llegan las vacaciones y todo se hace más difícil de ignorar, las chispas de esos incontables momentos de engaño explotan. El mal karma acumulado solidifica, le estalla en las narices y se lía la de dios.
Las vacaciones son la vuelta anual al pueblo de Sergio, su marido. El papel de la región en la novela no es trivial. A Paz le molesta que todos los parientes de Sergio defiendan a viento y marea su pequeña patria, los valores tradicionales, lo original, lo antiguo, lo auténtico, lo de toda la vida. Se da una pequeña pero constante guerra de gustos personales que deriva también en lo doméstico, como por ejemplo la elección de la decoración de la casa, que ella preferiría más moderna y Sergio prefiere más a tono con la tradición de las casas locales. Este chovinismo regional del gusto y de las pequeñas cosas es típico de una familia acomodada y desconectada, intoxicada de cierta moralidad pasiva, lacia, común en ciertos entornos profesionales de estos tiempos, cuya empatía está muy mermada por la rutina. Están ambos tan alienados que su relación se reduce a esas pequeñas batallas en las que el resto del mundo deja de existir. Puedes dejar, por ejemplo, unas bicicletas en medio de la autopista, poniendo en riesgo la vida de personas, simplemente por discutir o dejar de discutir con tu mujer. Es curioso que la psicología haya considerado el chovinismo un tipo de delirio de grandeza, una paranoia delirante.
El detonante de las bicicletas hace que ocurran más cosas, cada una más atroz que la anterior. Mañas consigue que el tono general del libro sea fiel a la operación de normalización de lo extraordinario que ejerce todo el tiempo la mente de Paz, pero sin dejar de darnos elementos objetivos para que, como lectores, veamos con claridad lo que está pasando. Lo que asusta de esta novela, y lo que la hace en mi opinión interesantísima, es que en ese espacio entre lo normalizado y lo normal, entre la neurosis de Paz y la visión más cuerda que Mañas delega de un modo sabio en el lector, brota cierta intuición sobre la casi imposibilidad de saber, a priori, quiénes de nosotros, con nuestras humildes y pequeñas rutinas de andar por casa, podría acabar explotando como ella. Montando una sangrienta película gore con su propia vida, y demostrando de paso una frialdad espeluznante y banal, digna de la explicación que Hannah Arendt nos dio de las barbaridades cometidas por los nazis. Quiénes de nosotros podríamos ir, también, al paraíso.