Gusta, como comprobé entonces, de juntarse a los cuerpos cuando ya la juventud se escurre y el difuso gemido de una vejez asoma allí, lejos todavía. Es tristeza pegajosa que se sujeta firme al gesto. Congoja que acompaña a cada giro de la mano, que se teje a cada paso y que sin permiso, se aloja.
Preso hacía un tiempo de eso, no mucho, escrutaba sus signos y preguntaba en vano: ¿por qué eres? No me resignaba a su presencia, insistente, tercos los dos. Un día hice un quiebro: me olvidé de mí y miré hacia otro lado. Y allí, una mano paciente hasta entonces ignorada, la de Alonso Quijano el Bueno, se ofrecía. “Arranquemos de cuajo los hechizos, que son obra de malignos encantadores”, dijo. Y allí fuimos, los seis.
Relinchó Rocinante, jadeó el rucio y la cosa comenzó a apretar menos. Llegó luego Irene por otros caminos. Máquina fotográfica de juguete de feria, color naranja y payaso sonriente, en sus manos. Escondió un ojo tras el visor plateado, guiñó el otro, tenso el resorte tras la tapa de plástico.
Deslizó el dedo, miró, poderosa, segura, superior a mi despiste. Dudó un instante, se apiadó de mí y me ofreció la cámara. Generosa. Y en mitad de la calle, bajo su mirada impaciente, ante aquella carita que empezaba a temer mi aturdimiento, coloqué la cámara de susto ante mis ojos.
Disparé.
Verano de 2016
Iñigo Royo