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LUKE nº 175 diciembre 2016

Juan Luis Calbarro

La caja de tabaco

Juan Luis Calbarro

Para Fernando Celaya

En una vitrina que había a la derecha del escritorio, a la altura de mis ojos de niño de siete años, eran visibles un par de condecoraciones en sus estuches, una Luger P08 colgada de un par de escarpias y un par de retratos de grupo: jóvenes de uniforme con fondo nevado en sepia. Yo sabía, porque me lo había contado él, que el abuelo había estado de joven en Rusia, en la guerra, combatiendo a los malos. Me había contado pocas cosas. “No querría que todo aquello volviera a suceder” –dijo una vez–, “no vale la pena”; y a mí me parecía el gesto de generosidad de un héroe. De Rusia se había traído de recuerdo una circulación sanguínea algo peor que regular, como consecuencia de la congelación –con los años había ido perdiendo algunos dedos de los pies–, y aquellos pocos objetos de aspecto antiguo guardados bajo llave.

En la estantería superior de la vitrina, apoyado en una esquina, los niños admirábamos un rótulo de latón en letras cirílicas negras sobre fondo blanco, Женская уборная, que según el abuelo significaba “cuartel general ruso” y era recuerdo de una acción gloriosa de su compañía, allá por 1943, cerca de Leningrado. Si el abuelo nos cogía en brazos podíamos ver también un gran cuchillo desenfundado que nos daba mucho miedo; él decía que era una bayoneta del 41 para máuser. Finalmente, asomaba en el borde de la repisa superior una cajita de latón, en cuya tapa un señor con barba y chistera hacía con un dedo un ademán parecido al de pedir silencio y con la otra mano sujetaba una pasta negra que, según el abuelo, era Kautabak, tabaco de mascar. La tapa rezaba Grimm & Triepel, Nordhausen, que debía ser, pensaba yo, una importante marca rusa de tabaco.

Cuando el abuelo enfermó pasamos largas horas entre su casa y el hospital, consolando entre todos a la abuela y turnándose los mayores para acompañar al anciano. En aquel tiempo de preparación para la muerte, que a los niños se nos hacía eterno, tuvimos ocasión de explorar por enésima vez aquel piso decorado al gusto de los años sesenta, aquel exceso de maderas oscuras, el cuarto de mamá y las tías cuando eran jóvenes, el ajedrez del bisabuelo, el brillo de la plata sobre el aparador, las cortinas de estampado inverosímil, aquella atmósfera detenida que, no obstante, nos resultaba tan familiar, tan segura. En alguno de esos momentos muertos –tal vez mamá y la abuela echaban la siesta– me encontré ante la vitrina abierta. Alguien había olvidado girar y retirar la llave y allí estaba la rendija que me indicaba que el acceso a aquellos objetos misteriosos, que el abuelo solo me había dejado contemplar desde el otro lado del cristal, estaba expedito. De pronto, aquella casa que ya no albergaba secretos para mí me ofrecía un pequeño margen de novedad. Cierta felicidad me invadió.

Abrí la vitrina, receloso del chirrido de sus bisagras, arrimé una silla y, como si tuviera imán, mis dedos alcanzaron enseguida la pistola. El abuelo siempre había dicho que eso estaba prohibido tocarlo y eso me estimulaba lo suficiente como para superar el temor. Mis yemas rozaron ligerísimamente la culata y yo sentía el latido de la sangre en mi sien. Retiré deprisa la mano y comprobé de una rápida ojeada a la puerta que nadie me había visto. Luego dirigí mi atención hacia la estantería de arriba. Allí estaban el rótulo ruso, la bayoneta y su funda de chapa oxidada, la caja de tabaco. Con la misma fugacidad palpé la hoja del arma blanca, lejos del filo, y noté que me venían ganas de orinar, pero seguí firme, encaramado a la silla. Nunca había visto tabaco de mascar y allí estaba la lata para poner remedio a eso. Volví a mirar de reojo hacia la puerta. No se oían rumores por la casa. Tomé la lata en la mano izquierda. Era preciosa. Las esquinas estaban un poco oxidadas. El señor de la chistera, fuese Grimm o fuese Triepel, seguía demandando sigilo con su gesto. Sin hacer ruido, abrí la tapa.

Al principio no reconocí aquel despojo. Lo llevé a la nariz: olía a algo rancio, polvoriento, y al óxido interior de la cajita. Pero no era tabaco. Lo miré bien, toqué sus bordes. Era una oreja. Seca, momificada, gris. Al darle la vuelta se apreciaba perfectamente el corte limpio. Volví la mirada al cuchillo e imaginé en toda su viveza la escena. Aquel soldado ruso lloraba y gritaba “mamá” mientras el abuelo, interminablemente, le cortaba la oreja con su horrible bayoneta del 41. La mueca del abuelo, que ahora era un gigante despiadado, resultaba insoportable. Temblando, volví a meter la oreja en su caja, la cerré y la dejé en su lugar, me froté fuertemente las manos contra la ropa, casi me caigo al bajarme de la silla, cerré la vitrina y di dos vueltas a la llave. Entonces me di cuenta de que se me había escapado un poco de pis.

Unos días después, los papás nos dijeron que el abuelo estaba muy malito y que era posible que pronto nos dejara. Sofía lloró con la abuela, pero mamá nos instó a no estar tristes, porque se iría al cielo a estar con Dios. Íbamos a visitarle al hospital y los papás nos pedían que fuéramos naturales con él. Que pensáramos en algo muy cariñoso para decirle y que, así, se quedara con el mejor recuerdo de nosotros. Una hora después, en aquella habitación de hospital, nos turnamos en abrazar al abuelo. Cuando llegó mi vez, respiraba con gran dificultad pese al tubo que le suministraba oxígeno por ambas fosas nasales. Estaba despeinado. Me miró con los ojos llorosos y una moderada sonrisa de paz y resignación. Yo le dije: “Abuelo, he visto la oreja del ruso. Tú no vas a ir al cielo, vas a ir al infierno”. Di un paso atrás mientras los ojos y la boca del abuelo se abrían en una mueca insoportable. Mi madre gritó algo.