R.Rayarù nació el 7 de julio del año 1967, en Santiago de Chile. En el año 1992 escapa de su país, para radicarse en Valencia, España. Entra clandestinamente, sin dinero ni documentos para poder establecerse, solo con un puñado de sueños y tres cuadros de formato grande. Aparte de Chile y España, ha vivido en Estados Unidos, Suiza e Italia. Actualmente reside en la ciudad de Malmö, Suecia. Extracomunitario por opción política –no le queda otra–, ciudadano del mundo por elección. Apasionado del arte contemporaneo, musica de jazz, cine y literatura, trabaja como interior designer. Desde los años 90 hasta el 2006 ha desarrollado una carrera como artista plástico, realizando exposiciones personales y colectivas de pintura, instalaciones y video–instalaciones. Ha expuesto en galerías de arte en España, Italia, Chile y Bélgica. Destaca su participación en la Bienal de Arte de Venecia en el año 2006 con un vídeo titulado “El Amor de Chile” (inspirado en la obra poética de Raúl Zurita). Actualmente ha dado un giro radical a su carrera como artista plástico y ha colgado los pinceles por un periodo de tiempo indefinido. Su interés por la poesía y la escritura data desde su adolescencia en Chile. Nunca ha publicado ni tampoco ha tratado de hacerlo –esta es la primera vez–.
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Helmfeltsgatan, 6 - 1101
21148 Malmö – SUECIA
Sueño n° 435
“A veces soy inmensamente feliz.
No importa lo que yo te diga”.
Roberto Bolaño
Soñé que era Bolaño y que estaba en Chile. Que tenía veintiún años y que iba a la casa de Nicanor Parra a despedirme. Lo encontraba de pie, apoyado en una pared negra:
—¿Adónde vas Bolaño?
—No soy Bolaño, soy Rayarù
—Es igual. En sueños nadie es quien cree ser, como en la vida nadie es quien quiere ser…
Si te deja más tranquilo, te reformulo la pregunta con Rayarù
—No hace falta. Voy al hemisferio norte, al cabo norte para ser exacto. Dicen que allí hay un hoyo negro que te catapulta directamente hasta el polo sur en cosa de segundos
—¡Ya!… es la manera más rápida de regresar a Chile
—Así parece
—¡Suerte Rayarù! De esos viajes no se regresa vivo– dijo Parra mientras abría una puerta invisible en la pared.
—¿Cuándo regrese te encontraré viejo poeta?
—Estoy luchando contra la inmortalidad.
—Suerte Don Nicanor, aunque ya esté viejo para esos trotes.
Sueño n° 279
“Percibí entonces la sensación más extraña, no era de hecho el miedo de asustarme.
Era el vacío de mi propio miedo. Era el temor por la ausencia de miedo”.
Witold Gombrowicz
Yo estaba en cuclillas, una luz me cegaba la visión. Una sucesión de colores pasaban frente a mí a gran velocidad. Desde esa posición observaba sin abrir la boca, sin mover un músculo, sin pestañear. Sin pensar. No me encontraba cómodo pero tampoco tenía miedo, a pesar de lo aterrador que era ese lugar, esa situación. No sabía cómo había llegado allí. No tenía verdadera conciencia del tiempo transcurrido ni menos como liberarme de esta posición, tanto física como mental. Suponía que era un sueño, un sueño real, más real que la realidad que podía imaginar. Miré hacia ambos lados: mi vida. A un lado, un pasado inexistente, y hacia el otro, ese presente que se encontraba detenido, que no se decidía a avanzar. Pensaba inútilmente que bastaba una pequeña fuerza para vencer la inercia, para que todo comenzara a moverse nuevamente. Lentamente, paso a paso, segundo a segundo, de forma majestuosa. Pensaba que ese movimiento de alguna manera reconstruiría también el pasado y encendería el interruptor del futuro. Pero no fue así. Seguía atrapado en ese presente inmóvil, estático. Me sentía petrificado como el mármol de una escultura: frío e inerte. Si hubiese tenido un reloj probablemente sus manecillas habrían estado, por alguna razón inexplicable, eternamente detenidas. Poco a poco me estaba acostumbrando a ello y lo peor es que en el fondo me gustaba y me aterraba al mismo tiempo. Descubrí que la luz provenía desde el interior de mis ojos. Lentamente los abrí y la luz comenzó a desaparecer hasta convertirse en un punto blanco diminuto. Estaba en un charco de agua de no más de cinco centímetros de altura, apenas me llegaba a los tobillos. Me encontraba dentro de una habitación redonda sin ventanas ni puertas, un cilindro prefecto de unos seis metros de diámetro y unos cuatro de altura, no tenía techo. Arriba, el cielo estaba nublado y entre la bruma se asomaban algunas estrellas con una luz muy débil, casi a punto de extinguirse. Miré a mi alrededor tratando de reconocer algo, de reconocerme en este lugar inhóspito y húmedo. Me miré los pies, estaba descalzo, el agua reflejaba mi cuerpo completamente desnudo. En el fondo del charco empezó a hacerse visible un texto. Sus caracteres se hacían más nítidos mientras el agua detenía completamente sus ondas y un delicado velo de polvo grisáceo se depositaba en el fondo:
“El pasado es la huella de una vida que aun no hemos vivido, pero que en el fondo es todas las vidas que nos quedan por vivir.” (J. L. B.)
De repente, el texto desapareció, nuevamente estaban mis pies cubiertos por unos centímetros de agua y el mismo velo de polvo que había visto antes. Las uñas de mis pies estaban recubiertas de musgo y algas, habían echado raíces y estaban ancladas en el suelo como tentáculos que se enterraban en la tierra y reaparecían por toda la habitación. Respiré profundamente. Al fin algo estaba cambiando.
Sueño n° 169
“Sufro por los recuerdos, o por la sombra de los recuerdos”.
J. M. Coetzee
Sueño que camino sobre una cuerda suspendida a unos treinta metros del suelo, entre dos torres medievales. Mientras camino sobre ella, abajo veo miles de cadáveres sangrientos, algunos cuerpos siguen vivos, agonizantes. Desde arriba veo el último hilo de vida que les cuelga de la boca, que les chorrea como la baba a un anciano. Avanzó despacio sobre la cuerda que me parece interminable. Cada dos pasos aparece un pequeño número desdibujado en su superficie: 1917, 1939, 1967, 2003, 2011, 2015; así sucesivamente a medida que avanzo. Abajo las pilas de hombres, entre muertos y agonizantes, aumenta, se amontonan unos sobre otros, huelen a sangre, a heridas abiertas, a infierno. A petróleo oscuro y viscoso que arde sin llamas como el napalm. Algunos deliran, otros gritan y se quejan con una voz sorda que se les pierde en el pecho. No tienen ojos, solo un hueco negro por el que salen algunas pequeñas llamaradas que iluminan su terror. Algunos tienen las extremidades mutiladas; otros, el cuerpo cortado completamente por la mitad. El montón de cuerpos crece a medida que avanzo, ellos se arrastran como pueden. Se me acercan, me miran con las cavidades de sus ojos huecas y profundas. De cerca puedo distinguir sus uniformes ajados y sucios por el combate, sus nombres bordados en el pecho, sus banderas, sus medallas, sus grados. Estiran sus manos y sus piernas, tratan de tocarme, de apresarme; yo les doy patadas y trato de zafarme.
–Es un sueño me repito.
Me distraigo pensando que nada de esto es real, que no puede ser real. Que nosotros hemos creado esto. Uno de ellos me apresa una pierna, luego otro, la otra. Quedo inmóvil sobre la cuerda con esos brazos como tentáculos que poco a poco me envuelven. Veo sus rostros desde cerca, penetro en la profundidad vacía de sus miradas iluminadas desde adentro. Leo sus nombres: xxxxxxxxxxxx.
–Es un sueño me repito, es un sueño.
Un soldado con el rostro deformado me aferra la cara entre una mano y un antebrazo amputado. Instintivamente bajo la vista ante esa imagen terrible. Avergonzado leo su nombre: L. Siegfried.
Él me susurra a la cara con un aliento aterrador:
–Yo soy el inicio del fin…
–Es un sueño Rayarù, es un sueño.