Hay que ser osado para escribir una novela apocalítica de intriga en los tiempos que corren. Ambas cosas -el fin del mundo y la falta de piezas informativas que sirva de cebo a los lectores para llegar hasta el final de los libros- abundan en cantidades inasumibles para nosotros en novelas, películas, series, cómics, memes de Internet, chistes, conspiraciones y cotilleos de vecindario.
Hay que ser osado para escribir una novela apocalítica de intriga en los tiempos que corren. Ambas cosas -el fin del mundo y la falta de piezas informativas que sirva de cebo a los lectores para llegar hasta el final de los libros- abundan en cantidades inasumibles para nosotros en novelas, películas, series, cómics, memes de Internet, chistes, conspiraciones y cotilleos de vecindario.
El motivo principal de este exceso es nuestra invisible -de tan ubicua y generalizada- adicción al entretenimiento. A que pasen las horas y lleguen otras horas y así sucesivamente hasta por fin morirnos. Y no hay muchas cosas mejores para entretenerse del miedo a la propia muerte que una buena intriga y un buen escenario apocalíptico. Total: Jose Carlos Somoza es valiente por el sólo hecho de intentar que esta historia sobresalga. Pero es que además lo consigue.
Tengo que reconocer que no soy lector de ciencia ficción. Aparte de algunos clásicos como Philip K. Dick y Aldous Huxley, no he leído demasiado. Lo último que leí relacionado con el fin del mundo es La carretera, de Cormac Mccarthy, y ya hace unos años de eso. No soy lo que se suele llamar un amante del género. No sé si les gustará mucho Croatoan a los que se reconocen en esa expresión, pero a mí sí me ha gustado. Puede que tenga algo que ver el hecho de que se trate de un texto que se pasa bastante por el forro varios los elementos tradicionales del género: es una novela de zombis donde no hay técnicamente zombis, y un fin del mundo en el que el mundo no se va: nosotros nos vamos. El mundo sigue aquí, haciendo esa cosa, sea cual sea, que se dedica a hacer o dejar de hacer. Leyendo la novela me he acordado mucho de un monólogo del genial George Carlin sobre nuestras relaciones con el planeta que no tiene desperdicio.
He disfrutado leyendo Croatoan, y entre las razones de ese disfrute está el hecho de que Somoza no se toma la ciencia a risa. No frivoliza con ella. Siempre he pensado que la literatura ganaría mucho de una relación más potente con la ciencia, que ya es, en sí misma, tremendamente poética. De hecho la sensación de piel de gallina que la poesía provoca es muy similar a la que se tiene a poco que uno se sumerja en la ciencia e incluso en la tecnología. La biología, la física, la matemática, incluso la programación informática, disciplinas todas que pueden darnos un latigazo poético, muy personal e intenso, de gran belleza. A mí me parece bella la forma en que Somoza nos planta en su novela la teoría del interconductismo (mi curiosidad me llevó a enterarme de la existencia de J.R. Kantor y a leer varias cosas en Internet entendiendo algo así como el 10% de ellas), y cómo consigue, sin soltar ningún rollo académico ni interferir en el flujo de las peripecias de los personajes, que tengamos un vislumbre de comprensión que nos ayude a seguir con el libro en las manos, convencidos de que el vuelco de acontecimientos del que nos está hablando el texto es verosímil. La ciencia y la literatura tienen una relación a veces extraña con la verosimilitud, pero Somoza no tiene problema en patinar por ese hielo frágil y quebradizo sin accidente alguno.
En Croatoan ocurre algo parecido a esto: un etólogo llamado Mandel escribe un correo electrónico a distintas personas, en el que sólo aparece la palabra croatoan. El mensaje está programado para llegar dos años después de la muerte del mismo Mandel. Croatoan es la misma palabra que quedó grabada en un árbol en 1590, cuando un pueblo entero de los Estados Unidos desapareció de repente sin dejar rastro. A partir de ahí, los destinatarios de ese e-mail intentarán salvar el pellejo, y para ello tratarán de entender lo que está pasando. Por qué la vida tal y como la conocemos está dejando de existir en todo el globo. Qué significa el mensaje de Mandel, y qué papel tienen ellos en todo eso. En todo el mundo han empezado a pasar cosas aterradoras.
Se pasa miedo leyendo. Mucho.
"Muchas veces no sabemos por qué hacemos lo que hacemos". Esa es, para mí, la frase clave del texto. No quiero estropear ninguna sorpresa, pero una vez entendida (o no entendida) la teoría mandeliana, lo que se abre ante nosotros es un abanico de preguntas basadas en el hecho de que todo lo que hemos estado creyendo sobre nuestras vidas y sobre nuestra historia sea una ilusión. El libre albedrío y el determinismo conductual fundamentan la inquietante columna sobre la que se sostiene toda la ficción. Este es un gran acierto de Somoza. Un tema como el libre albedrío, que recorre transversalmente la historia del pensamiento -y no sólo del occidental- convierte cada intercambio entre los personajes, cada descuerdo, cada afecto, cada tensión y distensión, cada diálogo, en un disparadero de preguntas y más preguntas. Para el que le guste hacérselas, claro. Para quien no, la trama basta: da miedo y entretiene de un modo más que eficaz. No se cae de las manos en ningún momento. Que no teman los ansiosos, ni los poco entusiastas de la filosofía y de la metafísica.
Somoza apunta muchas cosas que quedan asomando, sugiriéndose: el tema de la violencia sobre las mujeres planea casi todo el tiempo sobre el texto. Las relaciones entre Estado e individuo -gracias a la situación límite que se plantea en el libro- aparecen nítidas y con toda su crudeza. Lo que llama la atención es que los conflictos que acaban reflotando y sobreviviendo en ese estado del mundo son, de una manera casi siniestra, las mismas que en el mundo real, que en el mundo nuestro. Las fuerzas que nos empujan a actuar o dejar de hacerlo no cambian ni en el último instante. Incluso la compasión, congénita a los humanos, florece casi como un mandato. En ese modo radical de vivir -un presente continuo a fuerza de intensidad- un segundo es suficiente para pasar de la agresión a la compasión, y el paradigma de lo cuerdo y lo que deja de serlo puede hacerse añicos en menos que canta un gallo. En definitiva, Croatoan es un libro estupendo. Tal vez menos ambicioso, desde el punto de vista literario (ehem), que otros trabajos de Somoza, pero sin duda alguna aterrador, sorprendente y luminoso.