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LUKE nº 170 marzo 2016

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DoblEspacio. Escritor invitado: Rafael Aguirre

Rafael Aguirre

Nuevas voces o voces ya conocidas, música, artes visuales, ilustración, ensayos o tan solo unas palabras venidas desde América, eso es DoblEspacio: pensamientos y creaciones que nos llegan desde el otro lado del océano para completar nuestra idea del mundo.

Invitado: Rafael Aguirre

Escritor y psicólogo nacido en Medellín.

Ha publicado cuentos, reportajes y ensayos en revistas y periódicos literarios. Tallerista de Escritura Creativa de la Casa de la Cultura de Itagüí desde 2008, en cual está adscrito a la Red Nacional de escritura Creativa de Colombia, RELATA. Las Tentaciones de Tánatos (2002) cuentos, Fondo Editorial Universidad EAFIT; La Bruja que me amó y otros cuentos de amor (2007), Fondo Editorial Universidad EAFIT, y El Cuento de mi cuento y otros minicuentos (2011), son algunas de sus obras más importantes publicadas.


POETICA:

Por qué escribo

Para mí es indispensable vivir y escribir, vivir solamente no es indispensable.

Habrá miles de razones que me empujan a escribir, a leer y a abrazar la literatura como a una madre nutricia; de unas podré hablar, pero de otras aspiro a que sea mi obra la que lo haga. De todos modos, lo que la literatura y la poesía son, van años luz de mis aspiraciones y mi capacidad de abarcarlas en definiciones y afectos.

De lo que creo que puedo dar fe, es que me es tediosa la vida sin ciertas dosis de sorpresas y emociones fuetes, las cuales ocurren a diario, especialmente en mi país donde todos los días pasan cosas que sacuden el alma, pero ocurre que a veces no son tantas ni tan emocionantes o han llegado a tal punto de cotidianidad que ni conmueven, entonces, escribo para repetir, corregir o acomodar a mi asombro las sorpresas que traen los días. Trato de hacer partícipes a otros del mismo goce.

Escribir es un oficio imposible, a veces inútil, a veces doloroso, pero es un reto al destino emocionante como el peligro lo es para el aventurero.

Y los libros, ah… los libros. No dudo de esos momentos que me aproximan a la felicidad: tienen forma de libro o de mujer y en todo ello la poesía capea como una dama coqueta, exigente, voluptuosa y mundana. ¡Me encanta!

EL CUENTO DE MI CUENTO

Ella no era tan niña ni tan inocente; había cumplido quince años y bajo el pretexto de haber llegado a la edad en que podía probarse como mujer, se vistió una caperuza roja, color que su abuela consideró escandaloso, se internó en el bosque deseando encontrarse conmigo y me encontró.
Mi temperamento siempre es el mismo: feroz y astuto, aunque no más que los humanos. Aquel día no necesité de fierezas ni artimañas. Algunos rasguños y mordiscos recibió en su cuerpo virginal, nada graves, más bien simbólicos y propios de mi naturaleza; la sal del cuento es que a ella le encantó.
Nuestro repertorio amoroso es rico en sensaciones, le fascinan mis colmillos, mi pelaje, mis aullidos a media noche y mis orejas grandes.
No requiero de muchas palabras para contar mi verdadera historia. Dicen que me la comí junto con su abuela. Lo que pasa es que... bueno, ustedes comprenden... Ese bendito verbo comer tiene sus connotaciones, me lo achacaron literalmente y el asunto terminó como un cuento infantil.


LOS PANTALONES DEL PAYASO

No soy psicólogo, sociólogo, antropólogo ni nada que justifique mi afición a escudriñar las situaciones sórdidas, miserables y contradictorias de la humanidad. A veces voy a toros sin que me gusten los toros, pues mi interés se centra en observar a quienes observan. Cada vez que me acerco a la vitrina de un almacén, miro más a quienes miran que a la vitrina misma. Me he especializado un poco en semblantes de la idiotez. Voy por el mundo como un espectador acérrimo de la miseria y la estupidez humanas.
No me gustan los payasos, excepto aquellos que hacen reír sin necesidad de pintorretearse la cara, tal y como lo aprecié una vez en un circo ruso. Y a propósito de circos, confieso que me atraen aquellos de carpas remendadas que llegan a barrios populares y a pueblos apartados de la ciudad como tugurios ambulantes del espectáculo y donde los enanos, payasos y malabaristas son los mismos que venden las boletas, recogen las basuras y les dan de comer a los animales. Un día, en uno de estos circos, vi salir al escenario un payaso en silla de ruedas; el hecho me hizo lagrimear el alma. Por alguna razón que raya con el masoquismo o el morbo, lo espectacular para mí es conmoverme con aquellos payasos que en vez de risa causan lástima. Con esta misma actitud asistí a la función de Puntillita, el gran payaso de las multitudes infantiles, el más popular entre la chiquillada que desde temprana edad ya muestra fanatismos incontrolables.
La función transcurrió entre aplausos, gritos, risas y carcajadas de los pequeños. A mí, hace ya muchos años que ningún payaso me hace reír, tal vez nunca ocurrió. Al terminar la función, a Puntillita se le ocurrió bajar del tablado y hundirse entre la algarabía de infantes, pensé que tal vez daría autógrafos o haría cosas típicas de los famosos cuando son asediados por sus admiradores, pero lo que vi me pareció insólito: la chiquillada, como un hormiguero devorando el insecto por fin cazado, se le abalanzó frenética. Una niña de bucles dorados le arrancó la gorra, otro chico le quitó la nariz roja, otros más se disputaban la chaqueta de arlequín, otro salía del tumulto con uno de los zapatones luengos y, más allá, otro corría con los guantes. El espectáculo terminó por fastidiarme cuando vi que un chico salía de la trifulca con los pantalones de rayas verdes, rojas y amarillas del zamarreado payaso como si se tratara de un gran trofeo.
Filosofando sobre los alcances del fanatismo, que a veces se torna en una bomba de tiempo y no deja por fuera ni a los niños, me dirigí a tomar el microbús rumbo a casa. Cuando el vehículo dobló la esquina, a una cuadra de los hechos, alcancé a ver algo inverosímil: el colmo de estos tiempos saturados de cosas pavorosas: un grupo de niños corría por el andén, uno de ellos llevaba una mano que, juro, pertenecía al infeliz Puntillita, otro la otra mano, otro llevaba su risueña cabeza asida por los cabellos dorados del payaso y otro se echaba al hombro una de las piernas.
Llegué a casa anonadado y cavilando sobre mi salud mental. Ahora caigo en la cuenta de que no fui el único en observar la macabra escena; una señora que iba en el puesto de adelante exclamó: «¡Dios mío!», aunque no sé si fue por mirar lo mismo que yo vi o después de ver mi cara de estupefacción.