nº 184: mayo-junio 2018

Entresuelo izquierda

Sonia Rico

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BIOGRAFIA:

soniaRico

Soy psicóloga, perito grafóloga y escritora y me considero una cronista sentimental porque me rijo por la máxima de que todo lo que hacemos pasa por el filtro de nuestras emociones.

En 2017 se publicó Mejor no te cuento, antología de relatos sobre tabúes en la que participé y en 2018 ha salido a segunda parte titulada Fobos tiene la culpa, otra antología, esta vez sobre fobias.

Participo activamente en la revista digital Culturamas y mantengo mi página sobre mis experiencias personales como escritora donde me confieso semanalmente: www.sonia-rico.com

Mantengo y coordino un Club de lectura feminista en Barcelona con el que disfruto mucho.

14 de marzo de 2015

A sus cuarenta años, Alex ya había renunciado a casi todos los placeres de la vida con excepción de fumar marihuana, beber café, leer la revista Historia de National Geographic y masturbarse. Por lo demás, solo aspiraba a que todos le dejasen tranquilo, que en el trabajo pasaran las horas rápido y, de vez en cuando, poder acostarse con alguna chica.
Una mañana de domingo más, como siempre, llegaba a sus oídos el fastidioso murmullo. Le sacaba poco a poco de su delicioso limbo. Un sopor que él luchaba por perpetuar y repetir a toda costa utilizando diversos métodos más o menos legales. Ese sonido se las arreglaba para despertarle a empujones y pensaba que era una tocada de pelotas de buena mañana. Escuchaba a la gente en la calle. Agolpada, ansiosa, en busca del libro de ocasión, del cromo que le falta al niño para acabar su colección, del sello caro a precio de ganga. Que nadie da duros a cuatro pesetas, es que no se enteran, se decía. Los maldecía y se arrepentía de haber alquilado aquel entresuelo. Esa altura que no llega a primero pero que lo pretende, sin ser un bajo ni un principal. Pero ya era tarde. No tenía intención de mudarse de nuevo.
Hacía dos años que vivía solo y que había dejado de compartir piso, neveras insalubres, sofás que huelen a pies y fregaderos con restos de comida. Era uno de sus pocos logros personales: haberse deshecho de toda esa estela patética de convivencia obligada. Lo vivió como una liberación. Poder ir al baño y dejar la puerta abierta y no tener que mirar a los lados para hacerse una paja en el sofá.
Para él, el gentío era una tortura. Y era peor cuando había fumado la noche anterior, su despertar era más lento y le costaba más salir de ese estado. Entonces ese murmullo se metía en su cabeza como un gusano salvaje y era incapaz obviarlo. Esos días sus ojos estaban legañosos y se le caían las cosas al suelo.

Entresuelo. Demasiado cercano a la calle, los olores, humos y sonidos. Se decía que él no necesitaba todo eso. Que podía estar allí dentro con la persiana bajada fumando, escuchando a Portishead o Björk, comiendo espagueti con salsa de tomate, leyendo Historia, viendo películas porno, fumando y volviendo a fumar.
Esa mañana el dichoso sonido le sacó de la cama y buscó con los pies una zapatilla perdida que debía de andar cerca. La consiguió y arrastró sus pies hasta el baño. Era el lugar más lúgubre del piso. Sin duda, necesitaba una reforma. Una bombilla amarillenta colgaba del techo, dando lo que parecían ser los últimos coletazos de su vida. Se lavó la cara y se paró unos instantes a observarse en el espejo. Se reconoció ojeroso y cansado. El flequillo negro mojado y pegado a su frente. Una gota de agua resbaló de su ceja y se le metió en el ojo. Se secó con una oscura toalla de rayas. Olía a humedad acumulada y no recordaba cuándo la había puesto limpia. Con un gesto desganado la dejó caer al suelo; había llegado el momento de cambiarla.
Salió del baño y observó como unos rayos de sol se colaban por las rendijas de la persiana; decidió abrirla y todo el sol de la incipiente primavera se le echó encima, le molestó y se retiró con expresión de fastidio. La vista desde su balcón, que estaba justo en el chaflán, le hacía sentirse atrincherado y eso le gustaba, así podía ver sin ser visto. Una capa gruesa de polvo grisáceo cubría el suelo y algunas hojas de platanero secas se agrupaban en las esquinas.
El lío de voces altas, los pequeños grupos de gente, los niños de la mano de sus padres, la vieja cogida del brazo de su amiga con la rebeca de lana hecha a mano, demasiado abrigada para una mañana radiante como aquella. No quería que se le contagiase la estúpida alegría de unos mortales como aquellos, persiguiendo tonterías inservibles durante toda la mañana y luego para celebrarlo se iban a tomar el vermut. Domingos de antigüedades y vermuts. Llegaba a sentir casi repulsión al pensarlo.

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ISSN: 1578-8644

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