El tren atravesaba montañas cubiertas de robles llenos de líquenes. Sus ramas abiertas parecían abrazar fantasmas enraizados profundamente en aquella tierra. Las apariciones de aquellos árboles se alternaban con la oscuridad de los túneles, en mi mente se creaba una secuencia inquietante. Seguía el traqueteo por aquella vía antigua, camino del norte, que llevaba de la aburrida estepa de la meseta a esas montañas que me rodeaban llenas de vegetación, de un verde tamizado por la bruma, de una profundidad casi mágica.
La danza de los árboles ante el cristal de la ventana me mantenía absorto en las sombras borrosas de colores lisérgicos que me recordaban aquellos calidoscopios de cartón rojo de mi infancia. De pronto, una voz surgió del sueño, una voz suave venida de la nada: “perdona, estás ocupando mi asiento”. La mujer vestía de negro, un negro que parecía pintado en su piel, llevaba camiseta y pantalón ajustados, bolso y cazadora de cuero al brazo, como si fueran dos animales de compañía. Su edad era indefinible, sus ojos de color castaño, como el bosque, reflejaban el cansancio de varias vidas. La boca y las uñas brillaban con un rojo carmín. Le contesté: “el asiento estaba vacío y miraba por la ventana. Todo para ti”.
Se deslizó entre mis rodillas, sonreía ante mi evidente nerviosismo, se sentó sin ruido. Dejó sus cosas en el suelo y con un suspiro inaudible que hizo temblar su pecho por un instante reclinó la cabeza en el asiento. Seguía el ruido del tren, se sucedían los túneles, seguía el movimiento hipnótico del vagón. Juntó las palmas de las manos y apoyó los dedos en la nariz, como si rezara a los dioses. Su pelo negro caía por los lados como un manto que la protegía de cualquier mal. Se apoyó en el respaldo y se quedó dormida. Su cabeza resbaló hacia mi hombro, hasta que tocó mi cuello. Me hacía cosquillas con su pelo, no moví un músculo, me quedé quieto, como si fuera a explotar el vagón si me apartaba un milímetro. Olía a manzanas y a pan recién hecho. Me quedé dormido y entré en un profundo sueño.
Un claro del bosque, rodeado de árboles que no conocía, una cabaña de madera... El cielo tenía ese azul oscuro casi marino. Una hoguera de gruesos troncos ardía con un fuego amable, lenguas amarillas crestadas de azul, todo iluminado por la luna llena. La mujer de negro se puso a bailar alrededor de las llamas, lanzando a la vez un polvo gris que se quemaba en chispas de colores. Yo estaba de pie, las manos en los costados y la boca entreabierta. Siguió bailando, cada vez que giraba junto a mí, acercaba su boca y me tiraba su aliento en la cara. Se fue quitando la ropa, aparecieron sus pechos, sus caderas y su sexo. Su carne era una prolongación de la luz lunar. Desnuda con un collar de cuero, en medio una estrella dorada de seis puntas. Se puso frente a mí, nariz con nariz, boca con boca. En ese momento la vista empezó a fallarme, se mezclaban los colores y las formas, cerré los ojos y caí a suelo de rodillas apoyando las manos en el suelo. Ella se agachó, me levantó la cabeza y me besó en la boca como si quisiera beberse mi saliva. Se deslizó debajo de mí, se colgó de mi cuello, levantó las caderas y entró en mí, sentía fluir su sangre mezclada con la mía y así estuvimos hasta que exploté en su interior y ella en el mío, un instante de la nada, un anticipo de la muerte, la paz total. Sus pechos todavía se agitaban pegados a mi cuerpo y rodamos por el suelo entre la hierba mojada de la noche. El fuego se apagó cuando apareció la primera estrella. No dijimos ni una palabra.
El tren paró de golpe con un fuerte golpe de metales pesados cuando llegamos a mi estación. Recuperé la consciencia, estaba sentado junto a la ventana, era el único ocupante del vagón y llevaba al cuello un collar con una estrella dorada. Miré afuera y vi una sombra negra que desaparecía entre la gente, un último destello en aquel viaje sin retorno
ISSN: 1578-8644
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