El ligero viento de nornoroeste agita el espeso follaje de unos árboles que casi un año después sigo sin poder identificar y entre sus copas vislumbro el rosa palo y el granate de una generosa cantidad de plantas que un año más tarde no sé reconocer ...
Qué cierto es aquello de que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Igual que hiciera allá por septiembre del año pasado, he salseado por entre mis archivos literarios en busca del texto perdido y no lo he encontrado. Todo demasiado viejo, demasiado usado, demasiado flojo, demasiado todo. Y he vuelto, como en aquella ocasión, pusilánime y desconfiado, a descorrer la cortina de mi cuarto de trabajo, para rastrear con mi mirada la naturaleza viva que me brinda mi vecino Ernesto en su jardín, ese que como le digo en ocasiones, él cuida y yo disfruto. El ligero viento de nornoroeste agita el espeso follaje de unos árboles que casi un año después sigo sin poder identificar y entre sus copas vislumbro el rosa palo y el granate de una generosa cantidad de plantas que un año más tarde no sé reconocer, y no por ello han dejado de crecer, veteando en su derramamiento la fachada de la villa y proporcionando en su desbordamiento, una cierta intimidad a sus moradores. No hay más movimientos, no sale ni entra nadie, ni de esa villa, ni de la de enfrente, ni de la urbanización del fondo. Más parece una estampa de día de verano, de estío, que un día entre semana a las cuatro y media la tarde. Abro la ventana, el aire es realmente delicioso, hará unos veintidós o veintitrés grados y la veo, la veo y me llama la atención, en la villa de Ernesto no, en la otra, en la de al lado. Una grieta, una grieta que atraviesa de arriba abajo y en diagonal la fachada lateral de la villa de Unai, la del lateral que yo puedo ver desde la ventana del cuarto en el que trabajo. Es curioso que una casa señorial y bien plantada, “sendoa” que se diría en euskera, muestre en su fachada frontal la belleza chispeante que dan los colores vivos de las begonias y alegrías –supongo-, la belleza ajada de sus balcones recios de barrotes de madera al estilo de los de las plazas de Hondarribia o San Juan, la belleza sólida del arco de piedra de medio punto de su entrada principal…y, sin embargo, muestre en su fachada norte una cara lisa y depilada, como si no quisiera distraer con nada la atención sobre su cicatriz.
La villa, las personas, la vida. Ornamento y desnudez, frontalidad y lateralidad, belleza y crudeza. ¿Y qué hay de la belleza en la crudeza, del atractivo de la marginalidad, de la historia que esconden las grietas de las fachadas, las huellas, las cicatrices?
Cicatriz –originariamente Cicatriz en la matriz- fue una banda vitoriana de la década de los 80, una banda punk de lo mejor que ha habido junto con Eskorbuto en el panorama rock y punk vasco –y no solo vasco- de la época. Cicatriz compuso todo un himno generacional como fue su Lola y otros muchos temas que rezumaban drogas, alcohol, asco y protesta. Quizás no fuera calificada nunca como una banda bella -aunque la belleza se manifieste de múltiples maneras-, pero sí era una banda de fachada a cara norte.
Cicatriz es también la última novela de Sara Mesa, con la que ésta autora madrileña obtuvo el Premio Ojo Crítico de Narrativa –antes ya había sido finalista del Herralde con Cuatro por cuatro. Una cicatriz aparece cuando el tejido epitelial es desgarrado y así es la historia de amor que surge entre sus protagonistas, una historia desgarradora, de seducción a través del discurso y la ofrenda, un relato fetichista, de dominación en la distancia, de sexo latente, de carnalidad sin carne. Cicatriz muestra de forma verosímil cómo una persona puede sentir fascinación por otra y que esa fascinación apenas mengüe aunque sus sentimientos por ella recorran toda la paleta que va desde la atracción hasta la repulsión. Por un tipo más bien grueso de piel escamada y llena de rojeces, juez severo, narcisista, obsesivo…culto, de firmes convicciones y entregado a ella en alma y alma. Un tipo que dice que no hay placer comparable a pensar. Un tipo que seguramente afirmaría que nada supera la expectativa porque la realidad jamás supera la versión imaginada.
Historias de cicatrices: paisajísticas, musicales, literarias… de personas en la cara norte de la vida. Donde no hay rastro de buganvillas.