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LUKE nº 173 septiembre 2016

Francisco Taboada

¿Quién ve lo que desaparece detrás de una montaña?. Sobre Los sentimientos encontrados, de Kepa Murua.

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Foto: @ardiluzu

Todo hacía presumir que en la segunda parte el héroe se quedaría solo, enfrentado al espejo de sus limitaciones. Que la editorial Bassarai fracasaría y le arrastraría en la caída. Que sería capaz de sacrificarlo todo con tal de sacar adelante una cabezonería ...

Los sentimientos encontrados es una buena novela. Nadie lo diría tratándose de un diario, ya que la vida normal aburre a cualquiera. Sin embargo hay personas dotadas del don de la singularidad y si se toman la molestia de narrar su existencia con pelos y señales les sale un drama memorable, clásico. Algo digno de ser narrado porque contiene un héroe intrépido, unas circunstancias adversas, un camino esforzado y tortuoso, y un desenlace no por esperado menos sorprendente. Este diario se lee con interés, curiosidad, aprovechamiento óptimo de la lectura y la sensación final de haber adquirido una mejor comprensión del ámbito literario visto por uno de sus protagonistas. Un libro atractivo para todos los lectores, aunque no les atraiga en particular el mundo de la edición. Y mejora si conocemos el libro anterior.

Recordemos que en la primera parte, Los pasos inciertos (Memorias de un poeta metido a editor 1996/2004), el protagonista fabricaba una trampa y se encerraba en ella. Pretendía la quimera de ganarse la vida en el proceloso mundo de las editoriales independientes, se lanzaba a ello con más corazón que cabeza y al encontrarse con la cruda realidad surgía la trama. Nos contaba entonces sus desvelos ante un hatajo de escritores borrachos y pagados de sí mismo, unos editores avezados en la rapiña y el juego sucio, un sistema de distribución mezquino, una intelectualidad indigna de tal nombre por su escasa altura de miras. Los ponía a todos a caldo, con nombres y apellidos, para así demostrar su propia valía, la claridad ética de su propósito frente a la turbiedad de los suyos, el inconmensurable poder de un poeta para iluminar aquella oscuridad siniestra. Como San Jorge contra el dragón o Jesucristo echando a los mercaderes del templo. Pero su exceso de pasión le cegaba, impidiéndole ver lo evidente: ser poeta y editor en este país es una paradoja, algo que hace de reír, porque según una encuesta reciente uno de cada cinco españoles piensa que el sol gira alrededor de la tierra (me dicen que es al revés). Margaritas a los cerdos, era la conclusión de Los pasos inciertos.

Todo hacía presumir que en la segunda parte el héroe se quedaría solo, enfrentado al espejo de sus limitaciones. Que la editorial Bassarai fracasaría y le arrastraría en la caída. Que sería capaz de sacrificarlo todo con tal de sacar adelante una cabezonería. Que se iba a arruinar sin ser una persona arruinable. Kepa Murua no es rico, ni lo ha sido nunca. No tiene una abuelita maja que le dejó unos bonos canjeables, ni una mujer que puede llamar a papuchi y pedirle lo que sea, ni mucho menos amigos que naden en la abundancia. Perderlo todo significaba para él perderlo todo. Hablo de comer el día siguiente. Y encima su socia en la editorial era su propia mujer. Con un niño pequeño. Sólo un milagro podía haberlo salvado del desastre inminente. Y lo sabía. Y lo dice. Y todo se derrumba a su alrededor sin que pueda hacer nada para evitarlo. Los sentimientos encontrados es la crónica de esa demolición. Tres años muy largos, duros, tristes; acorralado por las facturas, al borde de un fracaso sentimental y con menos futuro que el presente actual. De hecho, sus páginas anticipan o retratan al sujeto contemporáneo, que huye hacia sí mismo porque ya no queda hacia dónde correr. Eso en los que nos hemos convertido en la última década: estéril y desesperada. Es destacable el episodio de su viaje a Canadá y New York, cuando el autor intenta recuperar su libertad de acción, la juventud despreocupada, pero se escucha entre frase y frase, con nitidez, el sonido de las cadenas. Entonces empieza el dolor.

Hay un punto en este diario en el que Kepa Murua debería haberse detenido. Hacer un paréntesis, dejar un largo espacio en blanco, varios meses. Quizá por pudor, para no ocasionar daños colaterales, proteger su intimidad o no mostrar su lado más implacable. Cuando el barco hace agua, toca el sálvese quien pueda, no hay chalecos para todos y apenas tiene fuerzas para salvarse a sí mismo. Pero no calla, no lo hace, da testimonio de lo alto y de lo bajo. Justo en ese momento recordamos que lo que estamos leyendo le ha sucedido a alguien, que se basa en hechos reales, es una true story. Seguir escribiendo en esas condiciones es meritorio, nuestra faceta de lectores sádicos se lo agradece, consigue que sintamos una oscura empatía. Nos lo pone fácil porque él mismo se llama ingenuo, tonto, ególatra, soberbio y pasado de rosca. La furia y la ira dirigida en la primera parte hacia los demás, la dirige ahora hacia sí mismo. Reconoce con pesar que sobrevaloró sus fuerzas, que se equivocó en el análisis de mercado, que ser editor independiente es un lujo que no se puede permitir. El miedo a fracasar es superior al fracaso mismo. Y duele tanto que su expresión alcanza en este punto un alto nivel poético. Kepa Murua acepta su destino, el desierto que le corresponde. Bassarai dejará de ser real, pero no morirá, tendrá una segunda vida, pasará a ser un mito en parte gracias a sus diarios. Aquí precisamente el Diario alcanza la mayúscula, es autoconsciente, sabe o decide que va a ser publicado. Adquiere presencia, entidad, e influye en lo narrado.

Es una disciplina extraña terminar los días con un balance escrito de lo vivido. Lo mismo que hacemos todos antes de irnos a la cama, pero registrado, anotado, fijado en palabras para siempre. Someterse a la esclavitud de lo dicho, de la huella pronunciada, y que sea ella con sus limitaciones la que marque todo el trayecto. Un riesgo enorme. Sobre todo cuando el autor se aferra a su memoria, se disocia y se convierte ya en el narrador de pleno derecho de su propia historia. Entonces se gana el rango de novela, una novela con forma de diario, algo más que el mero registro de los hechos. Kepa Murua enfrentado al abismo de no distinguir al creador de lo creado. El punto crítico de su drama personal. Ser la representación fiable de sí mismo. Como volverse esquizofrénico y amar al Otro. Reivindicarse al completo. Saber que con esas ruinas está construyendo una obra, adquiriendo entidad de ficción mientras se aleja de lo humano. Gana el poeta, pierde el editor. Y aceptarlo los une a ambos. Porque si los poetas están locos, los editores independientes están completamente chiflados. Aunque uno no haya escrito jamás un verso, hay que ser un pedazo de poeta para mirar las cifras de ventas de tus libros y que no se te caiga el alma al suelo. Cuando veo a un editor, siempre le doy el pésame, y siempre viene a cuento.

También hay amor en estos diarios. Amor en retroceso. Amor que se pierde. El precio a pagar por la obcecación de ser poeta y editor sin saber que la rutina de un editor no es nada lírica. Un amor desdichado que recuerda a Suave es la noche, de Fitzgerald, con sus personajes femeninos descontrolados, mentalmente frágiles, al borde de la cornisa. Ser imán de mujeres desequilibradas también lo desequilibra a él, algo que debe cambiar si quiere sobrevivir. Le espera una soledad desoladora. El tiempo de crear un escudo impenetrable que le permita madurar sin pudrirse. La mutación.

Queda por preguntar después de la lectura, si un hombre inteligente escoge un sueño imposible para así fracasar y tener algo de qué quejarse. ¿No es esta actitud victimista un reflejo de los tiempos vividos por el personaje? ¿No es el mal de occidente la queja continuada, nuestra válvula de escape? Un oriental lo llevaría mucho mejor, con un sano estoicismo. Por eso es predecible que en la próxima entrega el personaje redima su fracaso con un intento de alcanzar el vacío, en plan zen. Orientalismo y redención. Abandonar la edición y regresar a la arcadia del verso como única patria posible. Salvarse. Memorias, al fin y al cabo, de un hombre vivo que puede demostrarlo. Muy de agradecer.