Foto: ardiluzu
No hay manera. En estos últimos días de agosto la húmeda canícula donostiarra aprieta y los cerebros se constriñen. Observo desde la ventana el enorme árbol que preside el jardín de la villa de en frente. Es realmente hermoso. Algunas de sus hojas se cimbrean por efecto de una ligera brisa que en mi casa no se siente y sí se espera. Otras ya se aprecian retorcidas y acartonadas y nos anuncian la proximidad del otoño. Hago una incursión en el aséptico "Textos” de mi ordenador y no veo nada que me llame la atención. No hay manera. No encuentro un hilo del que tirar, un camino por el que adentrarme y transitar. Rastreo ese cajón desastre de archivos de ficción que lleva por título un arrogante "LITERATURA” y más de lo mismo. Pienso que a tres semanas vista del inicio de la 64ª edición del Festival de Cine, bien podría hacer un artículo introductorio o como se estila últimamente, una precuela ficcionada de las secuelas que presumiblemente nos dejará el Zinemaldi. Pero no cuela. No hay armonía entre cuerpo y mente y sé que la cerveza helada que me acabo de echar al coleto para rebajar el acaloramiento va a ser alivio instantáneo y sudoración rebosante dentro de diez minutos. Por no hablar de la tontera que sobrevendrá poco después y que en nada ayuda, por más que se empeñe la literatura en esa poética romántica de correlación entre alcohol, sustancias sicotrópicas y los estadios de éxtasis creativo. Vuelvo a reposar la mirada en el jardín. Hago un barrido lento, de izquierda a derecha, y percibo que hay cuatro o cinco tipos de árboles distintos que soy incapaz de reconocer, además de setos, arbustos y algún que otro frutal. Continúo y me topo con un ánfora de tamaño considerable, parcialmente cubierta de enredadera y hojas, y con un gato negro que descansa en uno de los peldaños de la escalinata de piedra tapizada de musgo, hojas y la solera del tiempo. De entre las ramas del árbol se aprecia al fondo la villa, y en su balcón inferior una cantidad considerable de macetas prendidas con unas flores que desconozco, de un color entre granate y morado intensísimo que bien podría convertirse en mi color favorito. Quizás sean begoñas o alegrías. El gato se ha ido y me da mucha rabia no saber casi nada de árboles y plantas. También hay un puñado de hortensias bastante ajadas arracimadas en varios grupos. Y caigo en la cuenta de que hace mucho que no veo el schnawzer gigante de la propiedad.
Valoro retomar mi "mascotario” y crear alguna criatura bizarra pero apenas comienzo a pensar en alguna idea vuelvo a distraerme con la naturaleza que me rodea y, en particular, con el árbol majestuoso de hoja perenne. De seguir creciendo así podría alcanzar nuestra fachada en unos años. Definitivamente me centro en la contemplación, no en una contemplación zen, no en esa quietud física y anímica que exige la creación clásica del haiku, si no en una observación desprovista de misticismo, que no espera nada y recibe el rebote de imágenes que satisfacen y rebajan el ritmo respiratorio. Pienso en Fuente Encalada, un pueblo zamorano de cien habitantes: en sus gentes, en su misa oficiada en latín –hombres por un lado y mujeres por otro-; en su vino recio y en sus tapas de cresta de gallo con tomate; en el desfile diario de cabras por la calle única al atardecer y la manera ordenada en que cada una de ellas de desgajaba del rebaño cuando éste alcanzaba la entrada de su casa; en el día en que salí con la carabina a las tres de la tarde a más de cuarenta grados y en las pulgas que me masacraron; y en el grato recuerdo que tengo de todo aquello a pesar de las décadas transcurridas. Pienso en la tonta satisfacción que me produce ser urbanita, vivir en la ciudad y poder adentrarme en dos minutos en plena naturaleza, en la posibilidad inmediata de cambiar completamente de decorado y plantarme en otro ecosistema: los senderos que bajan hasta las rocas, las pistas que conducen hasta el faro de la Plata o bordean el monte sobre el mar, ofreciendo un espectáculo de vistas sin par, los árboles frondosos y el cordial "hola” o "buenos días” habitual entre paseantes, caminantes y montañeros al cruzarse, aun siendo desconocidos...¡Qué locura ¿verdad?! Pienso en el mundo rural, en las novelas de Delibes y me viene a la mente un libro que refleja a las mil maravillas esta conexión con la naturaleza y el entorno, un libro en el que las acciones son sosegadas, en el que se apresura uno despacio. La felicidad de la tierra, de Manuel Leguineche, que recomiendo para estos días de asueto, calorina y ritmo lento, y de cuya contraportada reproduzco los siguientes fragmentos:
"En estas páginas caben de todo, las experiencias campesinas, los tragos y las partidas de mus en la taberna del pueblo y una particular visión del mundo y la naturaleza a través de testimonios, descripciones, paisajes… "Huir a una aldea para transformarla en el centro del universo”, que diría Jules Romains.”
(…) Por La felicidad de la tierra desfilan, pues, hombres, pájaros, nubes, estaciones del año, animales domésticos o asilvestrados, recuerdos de la guerra, canciones, tertulias, tormentas, pequeños placeres cotidianos, viejos oficios y sabias reflexiones sobre la vida.
El vértigo del mundo da paso a una introspección de la tierra.”.