Las piedras del castillo derruído

Nuevamente la idea del camino.
Aquel que en el (pre)sentimiento
que recorre la mente del chiquillo
torna en un andar que,
sin cobija de chopos, hayas o alcornoques,
pareciera ser desierto
sin compañía que sofoque
el sol de la jornada.

Otra vez los pies y las piedras.
Otra vez siendo jugado
a las damas con ellas.
Con seguridad, esta
actividad es huella de sí.

Estela del instante
henchido de cotidianeidad.

La torre me observa llegar.
Sus ojos de desprecio,
como gigante vikingo
que observa a hormiga
moverse en busca de comida
y no le importa su vida
en lo más mínimo,
dejan al caminante atónito
y provocan que no pueda apartar su mirada.

Semblante contenedor de tesoros,
sorpresas otrora diezmos
que en aquella mente eran eco
de una (ir)realidad transitada
por culturas.

Los cardos a los pies del pequeño,
hordas de guerreros
–que debían ser decapitados
con aquella espada sagrada
encontrada en las cercanías
de la torre– esperaban
el regreso de aquella mente,
de aquellas manos.

La torre fue comunidad de tardes
soñadas a sus pies,
de cigarrillos adolescentes
o de sentimientos de saudade.

La torre es, por tanto,
realidad y ensoñación,
imagen incluso de un portalón
trancado, que simulara el desierto
de lo real.

Analogía narrativa,
siquiera paisaje
que nos habla
en pocas páginas.

Allí, junto a esta parte del castillo,
permanece la infancia
de una (ir)realidad
no repetida.

Sólo el recuerdo es encrucijada…