A. G. Porta (Barcelona, 1954) obtuvo en 1984 el premio Ámbito Literario de Narrativa con la novela Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, Anthropos (1984), escrita en colaboración con el escritor chileno Roberto Bolaño y publicada de nuevo en Acantilado (2006) y en Alfaguara (2017 y 2018). Es autor de Braudel por Braudel (1999), novela que ha sido traducida al francés y al neerlandés, El peso del aire (2001), Singapur (2003), Concierto del No Mundo (2005) merecedora del Premio Café Gijón, traducida al inglés, Geografía del tiempo (2008), Otra vida en la maleta (2012) en colaboración con Gregorio Casamayor, Las dimensiones finitas (2015) y, su última novela, Hormigas salvajes y suicidas (2017). Acantilado ha publicado toda su obra narrativa.
DATOS DEL LIBRO
Colección: Narrativa del Acantilado, 298
Autor: A.G. Porta
ISBN: 978-84-16748-69-3
Edición: 1ª
Encuadernación: Rústica cosida
Formato: 13 x 21 cm
Páginas: 304
SOBRE EL LIBRO:
A mediados de diciembre de 2007 Gustavo Braudel y su hija Albertine, a quienes ya conocemos por anteriores obras de A.G. Porta, participan en la operación HSYS (Hormigas Salvajes y Suicidas), según se desprende del relato que ésta ofrecerá al coronel Francisco Resano: «A veces una no sabe, querido coronel, por qué echa de menos una época que en su momento no le pareció mejor que cualquier otra, pero a la que, sin embargo, le tiene un aprecio especial, posiblemente debido a las circunstancias que concurrieron en ella, a las personas que me rodeaban y, tal vez, a que pronto vayan a cumplirse cinco años y todavía no haya podido pasar página. Entonces le prometí un informe de la operación […] en la que participaron el inspector de policía José Blaya y el también policía Lalo Lucena, ambos jubilados, sin que durante este tiempo haya conseguido escribir una sola palabra». La impresionante trama de personajes, construida minuciosamente con un profundo sentido narrativo, y el estilo depurado de Porta descubrirán al lector un exuberante universo literario.
Comentarios de la prensa
“La peculiaridad de los libros de A.G. Porta es que están todos conectados: los protagonistas de uno son secundarios en el otro, comparten situaciones e incluso se descubren cosas que provocan ganas de releer los anteriores para observar las cosas con una nueva perspectiva”
Xavi Ayén, La Vanguardia
“El gran acierto de Hormigas salvajes y suicidas está en una amalgama de clasicismo y modernidad narrativos. Con tan inspirada como calculada aleación consigue Porta una magnífica novela”.
Santos Sanz Villanueva, El Cultural
A veces una no sabe, querido coronel, por qué echa de menos un tiempo, una época, que en su momento no le pareció mejor que ninguna otra, pero a la que, sin embargo, le tiene un aprecio especial, posiblemente debido a las circunstancias que concurrieron en ella, a la gente que me rodeaba y, tal vez, a que pronto vayan a cumplirse cinco años y todavía no haya podido pasar página. Entonces le prometí un informe de la operación Hormigas Salvajes y Suicidas en la que participaron el inspector de policía José Blaya y el también policía Lalo Lucena, ambos jubilados, sin que durante este tiempo haya conseguido escribir una sola palabra, quiero pensar que a causa de no haber sobrevivido ninguno de sus protagonistas principales. Usted mismo nos dejó hará un par de años, aunque en mi imaginación todavía le vea en la brecha, viajando con Hanna, impartiendo seminarios y conferencias como solía hacer en sus buenos tiempos. Sin embargo, para mí, es como si hubiera transcurrido una década entera. He dejado el servicio de manera intermitente y he recuperado la discreta carrera de escritora que tenía medio abandonada. Mis antiguos compañeros siguen llamándome Albertine, el alias con el que usted me recibió el primer día, y con el que sigo presentándome por donde quiera que vaya, ya que parece que me queda bien, acaso mejor que mi nombre verdadero. Tal vez sea porque le echo de menos que quisiera dedicarle esta larga carta a modo de noticia –ya ve que prefiero quitarle ese aire oficial que transmite la palabra informe– sobre los últimos días del que había sido inspector de policía, José Blaya, y me gustaría ofrecérsela basándome en mis propios recuerdos y en las grabaciones llevadas a cabo en la estación de vigilancia a la que mi padre y McGregor, a sugerencia del propio inspector, habían bautizado con ese extraño nombre de Hormigas Salvajes y Suicidas, y a quienes di apoyo, junto a los escuchas Boris e Iván, hasta la madrugada del día 25 de diciembre de aquel año 2007. En su ausencia, coronel, parece que esta historia no tenga mucho sentido, y creo que ha sido la falta de un sentido lo que me ha impedido escribirla hasta hoy. Tener sentido, no obstante, pertenece al orden de lo racional, y he de confesarle que quedaba en mí un resquemor, la sensación de no haber sabido cumplir con alguna clase de deber sobre el que nadie podría pedirme responsabilidades excepto yo misma; tal vez la peor de las exigencias: el sentimiento de un deber moral pendiente. Dicen que es bueno despedirse de los seres queridos, tome pues, coronel, este relato como el mejor homenaje que modestamente puedo brindarle, el modo elegido de devolver las cosas al lugar que les correspondía desde el principio, cuando al entrar de servicio una mañana de diciembre encontré al que había sido inspector de policía, Blaya –sumido, como luego supe, en la última prórroga de una larga enfermedad–, concentrado en una extensa declaración a los agentes Braudel y McGregor, al primero de los cuales me permitirá que llame mi padre. Decía que era con ambos agentes con quienes Blaya acababa de establecer los objetivos de aquella misión y a quienes, entre ahogos y ataques de tos, y ostentando un brazalete negro cosido en la manga de la chaqueta, daba razón del escaso amor que le quedaba por la vida, aclarándoles que nada tenía la menor importancia, y que era mejor morir peleando a causa de una venganza que dejarse ir y terminar los días entre médicos en una cama de hospital o trasteado sin miramientos por las enfermeras y cuidadoras de una residencia. Eso decía Blaya a la vez que encendía un cigarrillo tras otro, y esa fue la idea que saqué en claro de este hombre ya viejo y acabado, en el ocaso de la profesión y de su vida, durante las más de dos semanas en que estuvimos vigilando el cuartel general –una enorme mansión, al otro lado de la calle– de aquella banda criminal a quienes convenimos en llamar los novios rusos. Con Blaya tuve la oportunidad de conversar largas horas mientras nos turnábamos en las guardias y mientras tosía en un rincón o se quedaba haciéndonos compañía para que nadie pudiera reprocharle nada, o quizá porque, a excepción de usted y de Lucena, ya no le quedaban más viejos de quienes despedirse. Fiel a su propia historia y a su manera de entender la vida, dijo haber resuelto cuáles iban a ser sus últimos pasos, consciente de que allí encontraría su fin, de que de todos modos no le quedaba más recorrido, y de que antes de que el cáncer de pulmón acabara con él prefería terminar con el sentimiento del deber cumplido y, aunque fuera por una sola vez, tener la oportunidad de hacerlo con las armas en la mano. Es de suponer que para matar aquellos ratos accediera a contarnos la historia de esos dos últimos años durante los que había mantenido una relación nada corriente, al menos desde su punto de vista, con aquel otro policía jubilado llamado Lalo Lucena, un personaje al que presentó como exageradamente peculiar, para quien nada había en este mundo comparable al arte del toreo, y que acabó entrando en acción, como dijo mi padre más tarde, a la manera suicida del torero Belmonte del que tan partidario era.
ISSN: 1578-8644
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