Es curioso que un escritor no conocido por su espiritualidad como George Saunders haya ganado el Booker Prize con una novela sobre el bardo. El bardo es, en el budismo, el estado intermedio entre la vida y la muerte. 49 días durante los cuales se transita a un renacimiento que resultará mejor o peor según las causas y condiciones que uno haya ido alimentando con sus patrones habituales de pensamiento, discurso y acción durante sus anteriores vidas. Pero el bardo, en realidad, es mucho más: es todo momento de transición que sirve para hacer evidente la verdad universal de la impermanencia. Por ejemplo, cuando alguna persona nos sorprende haciendo o diciendo algo poco habitual y se hace añicos la imagen congelada que tenemos de él o de ella. Ahí hay un momento de bardo. O cuando nos damos cuenta de que ya no somos jóvenes y de que cierto proyecto que hemos querido llevar a cabo durante años está sólo vivo en nuestra fantasía: más bardo. O cuando entendemos que cierto comentario que hubiera sido pertinente hace diez años hoy es, como poco, sonrojante. Nuestro yo -sea eso lo que sea- se está largando del mundo a cada instante, es en sí mismo un irse yendo. Darse cuenta de ello es lo que se cuece en el bardo. Abraham Lincoln no pudo tener contacto con el budismo, cuya propagación en occidente es más tardía, pero su vida -como todas, en verdad- fue una infinita consecución de oportunidades de darse cuenta de esa cosa de la que hablamos. Él tuvo mucho que ver con que cierto país se transformara casi por completo con la desaparición de la esclavitud. También participó con intensidad en una guerra en la que los cadáveres de hombres jóvenes se amontonaban a un ritmo y con una crueldad desconocida para aquellos tiempos, minando de un modo típicamente budista, por mucho que él no lo supiera, cualquier imagen permanente, sólida y benéfica que el presidente tuviera de sí mismo. Todo ello aparece en esta novela: resulta fascinante y desgarradora la voz de los fantasmas que fueron esclavos en vida, sobresaliente del cúmulo de voces del coro de muertos del cementerio en el que se ubica la historia, dolorosas las palabras que los personajes en tránsito vierten sobre la guerra en la que perecieron ellos o sus familias.
Pero el viaje por el bardo que sirve de armazón para la novela es la muerte, a los once años, de Willie, el hijo de Lincoln. Durante las semanas posteriores al entierro los periódicos de la época dieron noticia de varias visitas del presidente al cementerio de Oak Hill, en Georgetown, para abrir el ataúd del chico y abrazarlo de nuevo. Esta es la brutal anécdota sobre la que el texto entero se sostiene. Es una actitud enfermiza pero conmovedora. A un muerto en el bardo le cuesta una barbaridad atravesarlo cuando su queridísimo padre le pide de ese modo tan tierno, tan en carne viva, tan casi neurótico, que no lo atraviese.
Saunders construye su particular y experimental purgatorio de un modo a la vez sencillo y convincente. Urde un tejido con voces de muertos tremendamente normales: voces achacosas, cómicas, dramáticas, violentas, pero que en conjunto resultan extrañamente profundas. Gente muerta que no sabe que está muerta y que habla. Pero nunca voces tétricas, nunca esotéricas en el mal sentido de la palabra. Todas desorientadas en el tránsito, más o menos confundidas, pero de una cohesión interna apabullante. Un constante recuerdo para el lector de cosas importantes, tal vez de lo único importante sobre lo que haya que reflexionar en la vida. Cosas que nos dedicamos consuetudinariamente a dejar de mirar. La novela es de una tristeza radical, pero esos personajes introducen pinceladas cómicas: Saunders sabe que de otro modo sería casi insoportable leer su libro. Como el gran escritor que es, hace lo imposible porque nos llegue su mensaje: la necesidad urgente de ternura en un mundo en el que cualquier asomo de vulnerabilidad es temido, visto como debilidad y arrasado por la cultura imperante, tanto en el mundo de las cifras y el dinero como en el de las artes y la sociedad.
Uno de los habitantes del cementerio, que pasó su vida siendo esclavo, explica lo que sintió al ver en persona al presidente (traducción mía): "Y de repente quise que él supiera de mi. De mi vida. Que nos conociera. A los nuestros. No sé por qué sentí eso, pero lo sentí. Cómo podría decirlo: él no sentía aversión alguna por mí. O tal vez la había sentido en algún momento, y aún conservaba restos de ella, pero al examinar tal aversión, poniéndola a la luz, ya la había, de alguna manera, erosionado. Ese hombre era un libro abierto. Un libro que abría. Que se acababa de abrir un poco más aún. Por la pena. Y por nosotros. Por todos nosotros, negros y blancos. (...) Todos nosotros, negros y blancos, le habíamos puesto triste con nuestra tristeza. Y ahora, aunque suene raro, era él quien me estaba poniendo triste a mí con su tristeza, y pensé, Bien, señor, si vamos a hacer con todo esto una fiesta de la tristeza, yo tengo alguna tristeza que creo que alguien tan poderoso como usted tendrá interés en conocer." Es imposible mostrar de un modo más claro lo que significa tener el corazón abierto y reconocer, gracias a ello, a otra gente que también lo tiene.
La novela transcurre en una sola noche para Lincoln, pero en el bardo el tiempo es más elástico. Da para enterarse de muchas cosas y para entender muchas otras. Algo que añade profundidad al libro es la distancia objetiva que le confieren la gran cantidad de citas bibliográficas para describir personajes y acontecimientos históricos. En lugar de describir a Abe Lincoln, por ejemplo, se limita a yuxtaponer un montón de descripciones físicas y de carácter de multitud de sus biógrafos, creando un efecto de resonancia a la vez cómico y veraz. Lo mismo ocurre con momentos de la trama, como la suntuosa fiesta del inicio de la novela, que se celebra mientras agoniza el chico en una de las habitaciones de la casa. El libro acaba teniendo la rara pero convincente forma de diario de escritor o de investigador, que mezcla citas con anotaciones y trechos de prosa más o menos definitivos. Parece, en suma, uno de esos platos deconstruidos que muestran las capas de ingredientes separados pero que saben igual de bien -mejor, de hecho- que las recetas tradicionales.
La obra está salpicada de frases difíciles de olvidar. Willie, por ejemplo, era "el tipo de hijo que la gente imagina que serán sus hijos cuando los tengan". O la impresionante "mi padre me lo prometió", cuando el crío, ya en otro mundo, afirma con seguridad ante el resto de fantasmas del cementerio que no piensa moverse de allí hasta que venga su padre. Porque Abraham Lincoln no era de los que dejan de cumplir las promesas que les hacen a sus hijos.
Se me hace muy difícil imaginar un libro que hable de un modo más vital, relevante y profundo de la muerte y del poder político haciendo de esas dos cosas un único hilo que se extiende de principio a fin. Como libro, es a la vez un fruto de nuestro mundo y un faro para resistir la dureza de vivir en él. Hace una crítica demoledora de nuestro modo de vida materialsta sin hablar de nuestro modo de vida materialista. Muestra la talla política de Lincoln sin tener que nombrarla. Nos da, página a página, sin cursilería alguna pero con una urgencia y una precisión sorprendentes, razones improrrogables para abrir nuestro corazón a la amabilidad y a la ternura. Es el mejor texto anti-Trump que he leído hasta el momento, y creo que lo seguirá siendo.
ISSN: 1578-8644
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