Nos hallamos, por tanto, ante una narración de corte confesional –el autor comparte con el lector anotaciones así como su inseguridad acerca de la forma de abordar el proyecto-, catártica, valiente, desnuda, y al mismo tiempo pudorosa –
La necesidad de evaluar la tormentosa relación con su padre a raíz de su fallecimiento por enfermedad es el desencadenante que empujó a Marcos Giralt Torrente a escribir Tiempo de vida (Anagrama, 2010 - Premio Nacional de Narrativa 2011), tal y como él mismo explica en los compases iniciales del libro en los que comparte con el lector sus dudas, sus temores y motivaciones, tanto narrativas como personales, así también sus fuentes de inspiración literaria, a la hora de abordar tan delicada empresa cuya idea le rondaba la cabeza desde tiempo atrás sin encontrar el modo apropiado de enfocarla. Una confesión que el autor realiza a modo de introducción y que ayuda a contextualizar la narración y a establecer complicidad con el lector.
Aunque de forma novelada, su experiencia familiar ya le había servido de inspiración en sus narraciones previas y al autor parece incomodarle la impresión que, acertadamente o no, su padre pudo obtener de sí mismo a través de sus historias de las que aprovecha para hacer balance. En esta ocasión, a fin de evitar equívocos, opta por una literatura testimonial, en primera persona, narrada en un aséptico presente histórico, que a través de la memoria busca reproducir los hechos y la naturaleza de su relación con el mayor rigor y fidelidad de que es capaz.
El grueso de la narración sigue un orden cronológico con fragmentos intercalados en los que el autor reflexiona sobre diversos aspectos acerca de la naturaleza y la personalidad de los dos protagonistas: su condición de hijo único, su vocación de escritor en contraposición, o como complemento, a la de pintor de su padre con las peculiaridades que conlleva abrazar una profesión artística, los gustos y preferencias de éste así como aspectos diversos sobre los que se interroga a fin de tratar de situar y de comprender el porqué de la compleja y frustrante relación entre ellos.
Nos familiarizamos así con la evolución de una familia disfuncional de extracción burguesa y cultura bohemia que a raíz de la separación de los padres y el abandono por parte de éste de la casa familiar alimentará la incomprensión por parte de su hijo sobre todo al desentenderse, al menos en apariencia, de las estrecheces y dificultades económicas a las que su madre y él se ven abocados. Si bien son las necesidades emocionales no atendidas las que a la postre tendrán una mayor repercusión en el distanciamiento entre ambos y las que alimentarán su incomunicación. Solo la postrera enfermedad del padre cerrará el ciclo unión-distanciamiento-reencuentro y actuará como catalizador al poner a ambos frente a frente ofreciéndoles, a través de la implicación del hijo, la oportunidad de una redención vestida, eso sí, de amargura.
Nos hallamos, por tanto, ante una narración de corte confesional –el autor comparte con el lector anotaciones así como su inseguridad acerca de la forma de abordar el proyecto-, catártica, valiente, desnuda, y al mismo tiempo pudorosa –el autor elude los nombres propios, así la pareja de su padre de tantos años tras la separación, fuente de conflicto constante para el hijo, viene en todo momento denominada como “la amiga que conoció en Brasil”- centrada en desvelar las claves de la figura del padre y, paralelamente, de las relaciones paterno-filiales así como de la literatura inspirada por éstas, a fin de situarlo y tratar de comprenderlo, si bien en el proceso es el hijo –reciente padre a su vez- quien se nos revela en su contexto inevitable: el inequívoco paso del tiempo aprehendido de forma precaria por la memoria.