Una mañana de cualquier día esta mujer está desnuda en una habitación de hotel y empieza a vestirse, abre el armario, coge unos leotardos negros y se los pone, también una minifalda negra de volantes, y calza sus pies con unos botines negros de cuero, de medio tacón, con cremalleras plateadas que no hace falta ni subir ni bajar, después va al baño, se lava la cara a pecho descubierto, se seca el pelo y vuelve al armario para enfundarse delante del espejo una camiseta interior de color negro, un jersey negro y una chaqueta negra de cuero que apenas le tapa la cintura, coge su bolso rojo y sale a la calle, veinticuatro horas después, es decir, la mañana siguiente a una mañana de cualquier día, esa mujer pondrá en mi móvil la canción ‘Miserere mei, Deus’, de Gregorio Allegri, yo le diré, sí, era esta canción, ella no dirá nada, y mientras se duche yo escribiré, con el mantra de su banda sonora, recostado sobre la cama de su habitación de hotel, este relato, en la libreta de notas donde me gusta escribir ficciones, luego esta mujer se vestirá, de la misma manera que se vistió veinticuatro horas antes, cuando estaba sola en la habitación, cogerá la maleta y saldrá por la puerta, sin despedirse.
Una mañana de cualquier día esta mujer entra en un bar para desayunar, a duras penas se entiende con el camarero, pero entre el inglés que ella habla muy bien y él entiende lo justo y los cuatro gestos de rigor, llegan a un entendimiento y sonríe cuando comprueba que el camarero le pone sobre la mesa un café con leche con una ración de churros, que se los come sin mojarlos al tiempo que mira en el monitor de televisión las imágenes y los rótulos de un canal de 24 horas de información, se bebe el contenido de la taza, paga y se marcha, casi veinticuatro después, esa mujer y yo follaremos, ella a mí y yo a ella al mismo tiempo, en un placer compartido, después de haber dormido juntos, del tirón, seis, siete horas seguidas, en la misma cama desde la que yo estaré a punto de terminar el segundo párrafo de este relato.
Una mañana de cualquier día esta mujer entra en el Museo de Prado, alquila una audio-guía, la azafata le dice que para el japonés primero pulse el ocho y le explica el mecanismo, hay que teclear el número de cada obra marcada con el símbolo de unos auriculares y play, luego visita por estricto orden cronológico las estancias del museo, va entre rápida y muy rápida en las pinturas no señalizadas y se para en las señalizadas, se deleita, sobre todo, con Velázquez y Goya, artistas que se había apuntado previamente como obligatorio cuando planificó su viaje a Europa para Semana Santa, pero cuando llega al ‘Triunfo de la muerte’, de Brueghel el Viejo, después de haber escuchado tres veces el comentario de la voz de la audio-guía, que habla con la canción ‘Miserere mei, Deus’ de colchón musical, y de alejarse para ver la pintura en su conjunto, y de acercarse para fijarse hasta en los detalles más nimios, también de sentarse en el banco de enfrente y volver, hasta dos veces, así los diez, quince minutos, que la estoy observando, le digo, en inglés, que a mi también me parece fascinante, ella no reacciona y yo le pregunto, ¿conoces la canción que suena de fondo?, ella se sorprende de mi osadía y sin mediar palabra cambia de sala y yo la sigo, doce horas después ella escribirá sobre mi cuerpo un relato erótico oriental, inédito en mi experiencia, circular, obsesivo como la canción de Gregorio Allegri, lento y sin orgasmo final para mí, no así para ella, cuyos jadeos me harán estremecer en un extraño placer sin resolución final, antes de quedarnos dormidos seis, siete horas, desnudos, en una posición también marcada por ella, esto es, abrazada ella a mis piernas y yo a las suyas, sobre la cama donde, ya solo, doce horas después ya estaré solo, esparciendo las piezas del puzle sobre las hojas, con la esperanza puesta en que el lector las recomponga.
Una tarde de cualquier día esa mujer y yo visitamos juntos el Museo del Prado, pero en silencio absoluto, he hecho varios intentos por hablar con ella pero ella no suelta palabra, una hora antes habremos comido en mesas separadas, en el bar del museo, nos habremos escrutado el uno a la otra y viceversa, jugando a las miradas furtivas, ella con un sándwich vegetal entre las manos y yo con un bistec con patatas en el plato, yo la habré visto escribir algo en una página que ha arrancado de una libreta, levantarse, acercarse hasta mí y darme el papel donde habré leído ‘Miserere mei, deus’, yo no entenderé nada, pero su gesto me abrirá la puerta a su mundo, y daré por hecho que su invitación hubo de ser una invitación de las que no hay que pasar por alto, casi doce horas después me conducirá de la mano, por las calles de Madrid, hasta su hotel, yo le habré seguido hablando y ella erre que erre habrá seguido en silencio, también la querré besar en el ascensor y ella me rechazará, pero me agarrará tan fuerte la mano que yo sentiré su calor y su sudor y entraré tan excitado en la habitación que no tendré por menos que arrollarla en mi deseo y hacérselo con urgencia, a la manera occidental, lineal y vectorial, con las ganas de penetrarla carcomiéndome por dentro, de querer el orgasmo y quererlo ya, de yo eyaculando en nada y ella al verlas venir, después ella me cogerá por banda para llevar a cabo su venganza, a su manera, sobre esta cama en la que, cuando termine de escribir este relato, buscaré ‘Miserere mei, Deus’ en el buscador de internet del móvil, para leer, en el primer resultado, de Wikipedia, palabras textuales, el Miserere —también llamado Miserere mei, Deus— es una composición creada por Gregorio Allegri en el siglo XVII durante el pontificado del papa Urbano VIII, se trata de la musicalización del salmo 51, llamado Miserere, del Antiguo Testamento, se compuso para ser cantado en la capilla Sixtina durante los maitines los miércoles y viernes de Semana Santa, el original se canta en latín, y comprobaré, ensimismado, que cuando le de al play, en YouTube, será la misma canción que ella había elegido de banda sonora para su despedida, la banda sonora de ‘El Triunfo de la Muerte’, de Brueghel el Viejo.