Creo en la poesía en la que pueden coexistir, en permanente equilibrio, la fantasía y el pensamiento estricto, los gestos interiores y exteriores, la realidad y el mito.
Soy una sobreviviente del tiempo de los hombres, resultado de la segunda guerra mundial en Latinoamérica, un pedacito de historia a girones una escribiente como forma de credo y vida.
Nací en la Provincia de Buenos Aires, República Argentina, en la localidad de Longchamps siempre a orillas de las vías del tren, siempre en las orillas de la ciudad o el campo. El Río de la Plata me anduvo meciendo en sus orillas llevándome de ambos lados para no saber nunca cual me pertenecía.
No soy buena para hablar de mí, recurro a los amigos
Una vida narrada en un susurro
A la poesía hay que leerla entre líneas. Vislumbrarla. Escuchar sus silencios. Y la de Marta Cwielong es una poesía armada con el retaceo, una vida narrada en un susurro; lo sugerido circulando por una respiración fragmentada que aspira a: “enarbolar la nada”. En ese trazo epigramático se hace aún más fuerte. La sensación que me deja, en cada lectura, es la de alguien que se diluye en la espera, pero que a la vez se alimenta de ese plantón. Es desde ese anverso del júbilo, que dice: “arde la boca seca”. La tensión se da, entonces, entre la expectativa y el abandono. Hay en su poesía gestos de nostalgia, sentires (“no se mendiga amor/ en los andenes”), que cobran un delgado espesor en un aire de días que se volatilizan, rastros de cosas abandonadas en medio del incendio de vivir. Lo que resplandece un instante antes de disiparse. Esto está desde el título de su primer libro, Razones para huir, y se corrobora en De nadie y Jadeo animal, donde el hablante se sustrae, para decir que no ha nacido: “son otros los que han muerto”. Un relato de lo que vive en los pliegues de lo cotidiano –en un rumor, una sombra, un secreto, un ir a tientas, un esperar (palabra que repite una y otra vez), una voz cargada de invierno, dice-, conforma un universo sin certezas ni grandes acontecimientos. Es en ese clima donde refulgen sus murmuraciones: “dame el silencio/ de mirarte”. La mirada no es complaciente: “la decepción de lo bello/ sacia lo cotidiano” –en sus libros, los epígrafes de Delmira Agustini, y Silvia Plath, dan cuenta de su sentir trágico. Uno de sus ejes es el de la soledad: “me han dejado sola/, y en esa soledad hice mi guarida”; y como la enclaustrada de Amherst, Emily Dickinson, dice: “yo veo la niña en su pobreza/ su ojo se detiene en mis dedos largos/ que desmenuzan la tierra/ cavan olvidos/ recogen pedazos en la casa”. Y un reclamo que aturde: “quién debía cuidar/ a la niña que yo era?/ que alguien responda/ que alguien/ diga perdón”.
por Jorge Boccanera
te digo cuerpo
pero no quiero decirlo con la palabra
en este caso nombrar no dice nada
digo cuerpo con el borde de mi boca
al límite del labio
en la vorágine del remolino
como adolescente
recién iniciada
si canto no te beso
preferible besar
no encuentro el tono para el canto
cada noche cuando te desvestías
la sombra de tu cuerpo desnudo crecía sobre los muros
Enrique Molina
la ausencia
el desnudo cuerpo mío contra la puerta
el recuerdo de mi cuerpo contra la puerta
puede entrar en el olvido?
hay labios
que se devoran
cuando se miran
hay labios que lloran
tiemblan
por otra boca
mi dolor
viene de tantas mujeres,
que no puedo nombrar
porque ellas
lo ocultaron