Perdimos el metro a la carrera porque a mí se me enganchó la blusa en la esquina de un cartel de una inmobiliaria. Soy más torpe que un payaso, parece que lo hago a posta. Cuando logré soltarme, Marta ya había frenado y desistido, y tenía de nuevo una disculpa para plantarse en jarras y presumir de haberme puesto un mote cuando éramos niñas:
—Houston, ¿tenemos otro problema?
—Casi me deja en bolas.
—¡Quién!
—El cartel ése, que tiene el marco roto. Si no se me sueltan los botones, me destroza la blusa.
—¿Pero estás bien?
—Estoy cabreada, vamos a llegar tarde.
—Catorce minutos, Houston, para ser exactas.
Llegamos en doce minutos. Podían haber sido menos, pero Marta insistió en no irrumpir en clase sofocadas, y el último tramo lo hicimos a paso ligero, sin correr. Me sorprendió que se refrenara, nosotras íbamos sudadas por la vida, se nos conocía como Marta y Houston, el cohete y su operador, siempre a punto del despegue. Diecinueve años, qué quieres que te diga, había tanto por hacer que nos faltaba tiempo.
Una vez más, el sonido de nuestros pasos culpables retumbó en el pasillo vacío de la facultad. Las cámaras nos tenían ya tan fichadas que miraban hacia otra parte. Nos metimos en el aula como avezadas comadrejas, sin hacer ruido ni al abrir ni al cerrar la puerta, caminando de puntillas pero con dignidad hasta los asientos de la última fila. Esta vez, el profe de Intertextualidad no hizo su característico gesto de reproche, levantando con perplejidad los hombros, porque varios alumnos estaban enzarzados en una discusión peregrina. La capacidad de interpretación de aquella clase rayaba en la ciencia ficción. El tema del día era la conexión entre el relato de Salinger Levantad carpinteros la vida del tejado y el poema 111C de Safo, titulado El novio:
Bien a lo alto el techo,
oh himeneo,
levantad, carpinteros;
oh himeneo.
Entra el novio igual a Ares,
oh himeneo,
enorme más que un gigante,
oh himeneo.
Era un tema fácil. Sin complicaciones. El profe nos había encargado diseccionar el poema, relacionarlo con el relato de Salinger y aplicar las deducciones a un nuevo poema, que fuera a la vez el mismo. O sea, hacer una reinterpretación o una reescritura que esclareciera su significado, aproximándolo a la realidad actual. La versión que cada cual oía en su mente, con la mente de estos tiempos. Eso es algo que no se debe hacer, es una invasión de la intimidad del lector y puede chafar cualquier poema, pero si estás en clase como en un diván y tu profesor te obliga a que te impliques, entonces el tipo se permite ese tipo de licencias. Algunos habíamos protestado: analizar sí, trasladar no; somos estudiantes de filología no cursillistas de escritura creativa, pero el profe se había negado a cambiar de idea. Se había acogido a su derecho a hacer entretenida su asignatura, un derecho contractual, era un rebelde con sueldo, así que logró desmontar nuestras reticencias morales diciendo que si Trapiello era capaz de traducir el Quijote, había barra libre para todos. Poca vergüenza.
No sé cómo habían sido los poemas hasta nuestra llegada, un cuarto de hora da para mucho disparate, pero cuando logramos prestar atención escuchamos al místico Valcárcel, un compañero cuyo entendimiento rozaba las fluorescentes del aula, todo lo remitía al espíritu indeleble y elevado, véase levitación por el conocimiento, recitando desde su delgadez algo que nosotras no hubiéramos alcanzado ni con medio bote de pastillas. Un subproducto de mentes analíticas institucionalizadas. Derrapas un poco más y te dan una beca. Según él, omito por cutres sus pareados, la conexión entre el poema y el relato era la espiritualidad pura de la propuesta. Soy el profe y le lanzo el borrador.
—Safo, la poeta, antes poetisa —así de insoportable era Valcárcel— expresa en el poema su deseo de que los novios levanten una casa alta y grande, llena de prosperidad. Lo mismo que le desea Boo Boo a su hermano en el relato de Salinger. Casa y tejado que son aquí un símbolo, como en el budismo.
Ya sé, y lo siento, que no es inteligente despreciar los argumentos de los demás, pero Valcárcel no se había leído el relato, o no demostraba haberlo hecho, dada su interpretación repulsivamente puritana. Diré más, que Buda hablara de sí mismo como renunciante al placer mundano en términos arquitectónicos: Mi casa ya no tiene vigas que sostengan el tejado, y que Salinger, por su época, llena de orientalismo y LSD, flipara en colores, según la expresión historicista, no significa que Salinger pretendiera espiritualizar el poema de Safo, sino todo lo contrario, lo carnaliza, como un guiño amable entre personas inteligentes y leídas. Por lo visto, se lo acababa de explicar Marisa Serrano, y se lo volvió a explicar, otra vez:
—Estás mezclando las cosas para eludir el tema, Valcárcel. Aquí no hay espiritualidad pura que valga. Aquí lo único duro es el sexo. No confundas las cosas. En el relato de Salinger, Boo Boo le escribe en el espejo del cuarto de baño a su hermano un deseo natural para su noche de bodas. Lo mismo que haría un camionero con un colega que se acaba de casar, pero en fino. Algo que Safo expresa con una oscuridad meridiana. Como lo haría una poeta, la más grande, en el año seiscientos antes de Cristo. Con gracia y picardía. Ya sabes: festejo de la boda, comilona, alcohol, los novios que se retirar, llega el momento de cumplir y si no llamas a una grúa no consumas el matrimonio. ¿Lo pillas?
—Eso es demasiado explícito, demasiado materialista. Un poema no sobreviviría tanto tiempo si sólo dijera eso.
—¿Y te parece poco? Decir la realidad es decir demasiado. Hoy en día, dices eso en una boda, te graba alguien, lo sube a la red y al día siguiente te despiden de tu trabajo: si eres hombre por guarro y si eres mujer por puta. Somos más tristes que hace dos mil seiscientos años. El cuerpo sigue siendo la revolución necesaria. La carne y la mente comparten una misma verdad.
Marta me dio un codazo. A nosotras Marisa Serrano nos parecía una candidata, la hubiéramos votado para lo que fuera. Mientras Valcárcel exprimía su neurona y Marisa se regodeaba en su silencio, Marta decidió añadirle más leña al fuego:
—Aunque no es mi turno, si me lo permitís, sólo por ilustrar, voy a leer la versión del poema que hemos escrito juntas Houston y yo. La versión explícita, para aclararnos:
Que se levante la sábana,
en tu noche de bodas.
Que se te ponga como un tronco,
en tu noche de bodas.
Que la metas con decisión,
en tu noche de bodas
Que ella diga: Exagerado
en tu noche de bodas.
Se hizo un silencio preceptivo. Luego algunos murmullos. Marisa Serrano aplaudió. Se quedó sola, pero siguió aplaudiendo. El profe de Intertextualidad guardó las manos en los bolsillos para evitar que alguien lo denunciara por alentar el contubernio.
—Es una versión —dijo.
—Safo se sentiría orgullosa, compañera —añadió Marisa.
—Vamos a ver qué parte es de Houston —soltó el impertinente de Valcárcel, con un tono asqueroso que me sacó de quicio.
Luego dicen que no fue tal tono. Y que yo me pasé muy mucho. Es cierto, me pasé, y además contagié a otras personas con mi actitud subversiva. Pero nosotras somos filólogas, tonterías las justas, cultivamos la mente no el culo. Que a Marisa Serrano, a Marta y a mí nos expedientaran en primero de carrera es un orgullo. Algo que nos dignifica. No me retracto de nada.
NOTA: El título ¿Con qué ojos…? es el poema 162C de Safo y, al igual que Los novios (111C), pertenece a la traducción de Aurora Luque en: Safo. Poemas y testimonios. Acantilado 2004 Barcelona