En Trafalgar, y frente al otro Nelson,
la enseña de Sudáfrica se muestra
en el medio del asta. Los mensajes
de luto y las coronas se amontonan
sobre el adoquinado. La ciudad
luce en la Union Jack, también, su pésame.
En Westminster, el hombre de metal
se dirige a la gente
como guardando aún sabidurías
por enseñar, palabras desde el bronce.
De todas las efigies de Mandela,
la de Londres, con todo y la polémica
factura de Ian Walters, me parece
la más justa: ocultó, precisamente,
el ademán de triunfo, la prestancia
de estadista, de gloria para el mundo
que lo adornan en otros homenajes.
De frente al Parlamento, esa presunta
sede de la palabra,
un inmóvil Madiba reproduce
lo que siempre hizo bien: abrir los brazos.
Si te pones detrás, pierdes de vista
sus ojos, pero puedes apreciar
el gesto: con su pecho siempre abierto,
os quiere persuadir. Y allá, en el otro
costado de la plaza, en perspectiva,
el palacio del diálogo parece
recibir el abrazo de un gigante.
Ya es de noche. Las flores y las notas
le tapizan los pies asendereados
de prisionero erguido, castigado,
y un rosario de velas modestísimas
matizan con temblor de fuego y sombra
aquel fulgor del líder.
Mandela se alza allí, cerca de Palmerston,
de Churchill y de Smuts, de Gandhi y Lincoln,
en el mismo lugar en que en los años
sesenta le dijera a Oliver Tambo,
de visita en el Londres imperial:
“Un día deberían elevar
una estatua de un negro en este parque”.
Y los elogios póstumos, postizos
que hoy pronuncian los líderes mundiales
que escucho por la radio a mí me suenan
a civil sacrilegio.
Solo me representan, hoy, las lágrimas
tristísimas y vírgenes del niño
que enciende su candil junto a la basa
mientras mira el fulgor. Mientras se miran.
ISSN: 1578-8644
LUKE social