Hace tiempo que reconocí en Erri De Luca a un maestro. Lo leo rendido: ese es el estado en que se lee a los maestros. Releo muchos párrafos intentando encontrarles el resorte mágico, intrigado por la aparente facilidad con que me llevan adonde quieren. Sus tramas son difusas, apenas una carcasa. Los personajes a menudo son mínimos y desdibujados. Me pregunto -e intento responder aquí con una lista incompleta e insatisfactoria- cómo consigue escribir textos tan profundos.
Creo que es, principalmente, porque él no pretende que lo sean.
Se limita a mostrarnos sus propias experiencias, lo bastante desbrozadas o podadas para que pasen por eso que comúnmente llamamos ficción: “La mesa se deshacía cuando uno de vosotros se levantaba”. La imagen nos recuerda, a los que pudimos disfrutar de ese privilegio durante la niñez, la sencilla satisfacción de comer en familia. El gozo casi inadvertido de compartir la comida con los tuyos y la cotidiana desdicha de que, como el resto de fenómenos del universo, eso se termine. De Luca no nos incordia con ninguna tabarra metafísica. No nos suelta ningún discurso sobre la impermanencia de la felicidad ni sobre nuestra naturaleza mortal. Tan solo intenta que rememoremos los días en que nuestro propio cuerpo, siendo nosotros conscientes o no de ello, experimentó esas cosas.
Usa nexos sencillos.
La tartamudez del niño protagonista se acaba justo cuando comienza la ceguera de su padre. No hay explicación para esto, ni falta que hace. Se dice sin apenas estilo, sin arrogancia. No se vuelve a ello en todo el texto. Es tan simple que resulta incontestable.
Es directo.
“Vivimos con personas queridas sin saberlo”. Esta frase ilustra la relación del niño con la criada que trabajaba en su casa, que le dejó “un olor a lejía en la mano (…), una caricia ruda y torpe”. Entendemos la frase como se siente el aguijón de una avispa. El amor que les tenemos a los otros prescinde de nuestras opiniones al respecto de su existencia. De Luca tan sólo tiene que nombrarlo para que los lectores revisemos nuestro pasado en busca de resonancias.
Su pensamiento es fresco.
Hace nuevas asociaciones de ideas para abrir brechas en la realidad, concepciones extrañas y a la vez coherentes con la vida: “Ser en el mundo, por lo que he podido entender, es cuando se te confía una persona y tú eres responsable y al mismo tiempo tú eres confiado a esa persona y es responsable de ti”.
Reformula ideas.
En vez de confundirse y confundirnos citando teorías psicoanalíticas u otras complejas concepciones del desarrollo del niño, lo reduce todo a una formulación limpia y concreta: “Mucho del destino de cada cual depende de una pregunta, un pedido que un día alguien, una persona querida o un desconocido, formula”. (…) “(Cada uno de nosotros) tratará de darle respuesta toda su vida”.
Es honesto.
“Aun cuando las palabras, por su naturaleza servicial, nos den luz, en realidad son sombras, signos oscuros trazados sobre la inmensidad de una infancia cualquiera”, escribe. La niñez nos queda lejos, suele parecernos borrosa, y en parte eso ocurre porque la creamos nosotros mismos mediante un discurso que sea capaz de sostener cierta imagen propia. La infancia nunca es el relato del adulto que la recuerda. Al advertirnos de esto De Luca señala la superficie misma de las cosas, y ese señalamiento imprime profundidad al texto. No necesita buscarla en lugares supuestamente ocultos o complejos.
Usa (bien) la paradoja.
Las paradojas son más eficaces en tanto que no sean sólo figuras de pensamiento o de discurso, sino que se sientan como tales paradojas en la experiencia vital de cada uno. El narrador habla, por ejemplo, de los juguetes que le regalaban de niño. “Duraba poco el juego. Sabía que duraba lo que el instante en que se rompería”. Para que haya verdadero juego es necesaria la muerte del juguete. Si lo cuidamos para que nos dure, lo convertimos en un objeto frío, inútil para el goce. Tener algo es, pues, no tenerlo. Esto, que parece ilógico, es bastante evidente: cuántos niños y niñas rompen (o reprimen el deseo de romper) los objetos que sus adultos les regalan.
Aligera lo pesado.
Hoy en día, hartos todos de autoayuda (sea eso lo que sea) y de filosofías new age, De Luca es capaz de acercarnos experiencias espirituales básicas, vivas durante milenios, sin sonar proselitista. El narrador habla de que en su infancia aprendió “a no esperar”. “¿Por qué existe la espera?”, le pregunta a su padre. Lo que otro escritor hubiera introducido hablando del manido “aquí y ahora” o usando palabras grandilocuentes como “presencia”, “autenticidad” o “ser”, De Luca lo resuelve expresando la renuncia infantil del niño que se empeña en no acompañar (en no esperar) a los adultos neuróticos en sus cotidianas neurosis. Ese niño disfruta de la cordura, en contraposición con la constante espera angustiada de quien no se satisface nunca con el estado del mundo.
Aquí no, ahora no está publicada por Seix Barral. La traducción es de César Palma.
ISSN: 1578-8644
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