LUKE nº 179 julio-agosto 2017

Juan Luis Calbarro

Y con la justa pena

Ignacio González del Rey (Gijón, 1966) sigue la máxima de Gracián y, si lo que tenía que decir es bueno, la quirúrgica concisión con que lo hace en los densísimos poemas de Pequeñas muertes lo hacen acreedor a algo más que esta modesta reseña.

pequeñas muertes

[Ignacio González del Rey Rodríguez, Pequeñas muertes, León: Eolas Ediciones, 2017, 108 pp.]

Ignacio González del Rey (Gijón, 1966) sigue la máxima de Gracián y, si lo que tenía que decir es bueno, la quirúrgica concisión con que lo hace en los densísimos poemas de Pequeñas muertes lo hacen acreedor a algo más que esta modesta reseña. El asturiano, autor anteriormente de Vocación del día que comienza (Madrid: Reus, 2009), practica una poesía breve y depurada, desnuda de todo lo que estorbe la percepción de sus preñadas paradojas. Ha conseguido llevar a puerto seguro el esfuerzo de evitar toda alharaca, todo patetismo en la expresión del desamparo. El resultado son versos cristalinos, purísimos, en los que el sinsentido de vivir se asume con cruda naturalidad. Cercanos a veces al haiku o al aforismo, nos empujan siempre a reflexionar sobre esas pequeñas muertes que esconde cada paso relevante o irrelevante de nuestras vidas, con su carga de tiempo y de desmemoria.

Esa antítesis inspira explícitamente, a modo de manifiesto, el primer poema de la colección. En él se verbalizan los dos aspectos de la paradoja de nuestra existencia: la “muerte pequeña” que se relaciona con cada olvido es “[i]nmensa y diminuta”, “[t]errible/ y leve” (p. 9). El autor trae y lleva la memoria y el tiempo como si en ellos residiera la clave de todo: están en el mar (p. 13), en la madera y en la roca (p. 14), lo que parece reducir la memoria de lo humano a muy poca cosa. El paso del tiempo como pérdida aparece en numerosas ocasiones, a veces en imágenes prodigiosas (“el tiempo se nos duerme a los costados”, p. 20).

Frente a esa intensa conciencia de la caducidad, la voz poética no busca consuelo en la palabra. He sentido que podría haber sido yo quien lo hubiera escrito (o, mejor dicho, me habría gustado poder hacerlo con tanta lucidez) cuando González del Rey desconfía del verbo como portador de certeza o identidad en un bellísimo, descorazonador, revelador poema en el que la palabra, “[e]n su certeza imprecisa”, “habla de sí,/ no puede/ contener en su signo o su sonido/ la exactitud de ningún significado” (p. 16). La vejez y la pérdida de la memoria aparecen también como espacios de despojamiento y soledad (pp. 24 y 49). El poeta solo parece atisbarle algún sentido a la existencia en la misteriosa belleza y la verdad callada de las cosas (vg. pp. 19, 44, 45, 76), pese a que la nostalgia aparece como una especie de intersección entre esa búsqueda de la belleza y la conciencia de la nada (vg. pp. 61, 78 y 89). No excluye la epifanía como método metafórico: aprovecha la observación de un motivo aparentemente modesto, como es la incidencia de la luz sobre el poso del vino, a la hora de elaborar un magistral, discretísimo, brillante resumen de la existencia (p. 23). En definitiva, no son las palabras las que crean el mundo, sino que requieren ‒como sugirió el emperador Marco Aurelio‒ “de la contemplación atenta de las cosas/ que, al ser observadas,/ nos digan su verdad” (p. 76).

La ajenidad y la fugacidad del presente atraviesan el poemario (vg. pp. 31 y 37) y desembocan en una nueva, magnífica reedición del carpe diem horaciano, aunque su formulación sea, como el resto del libro, contenida, cuando González del Rey afirma: “Es ella la que empuja/ a vivir este instante,/ a inventar el deseo/ que nos colme mañana.// Es la muerte sabida,/ la certeza de paso,/ por quien vale la pena/ arañar cada hora” (p. 98). Reconocemos las aporías eleatas de Zenón y la geometría euclídea cuando habla de “[l]a equivocidad de la distancia” en aras de una interpretación existencial (pp. 55 ó 57); y su afirmación de que “[l]os límites/ afirman y niegan/ lo que alcanzan” tiene igualmente resonancias matemáticas y metafísicas (p. 67).

El manejo de los recursos retóricos es tan diestro como natural. La ruptura de sistema como la definió Bousoño desencadena una nueva revelación en el cuasiaforismo “El fin/ justifica los miedos” (p. 30). Es deliciosa la dilogía presente en “El tiempo vuela/ y la muerte/ nada” (p. 80). La elipsis contribuye a la deseada concisión en fragmentos como “[m]añana y ayer/ tienen en común/ que nunca” (p. 31), o “[a]sí el olvido borra/ aquello que vivimos/ como si todo y tanto/ nada y nunca” (p. 79). La antítesis y la paradoja permean todo el libro e iluminan la realidad, como cuando expresan la radical desorientación existencial en términos de luces y sombras: “La luz total/ ciega.// ¿Oscuridad,/ acaso?” (p. 40); o cuando continúa en parecidos términos: “La noche/ saca a la luz/ todas las sombras” (p. 54); o “La sombra es el peso de la luz/ caída sobre un cuerpo/ desde otro cuerpo/ cansado” (p. 58). Es significativo el uso también paradójico del tiempo verbal: “mañana/ nunca fuimos” (p. 20). La personificación de las estaciones insiste en una conciencia cíclica del tiempo y en la caducidad del hombre (pp. 47 y 48).

Ignacio González

González del Rey es un poeta moderno, a la manera en que lo entendía el Octavio Paz de Los hijos del limo: la analogía y la ironía están siempre presentes en sus versos. Pequeñas muertes es, para seguir empleando términos paradójicos, un soberbio ejercicio de modestia. No podemos hablar de grito existencial porque un grito es precisamente lo único imposible de encontrar en un libro tan rico, sin embargo, en honduras. Su tono contenido y la humildad de su aproximación a la conciencia del desamparo se alinean con el mejor estoicismo clásico. Así, en algún momento el poeta pide: “Cuando el porvenir deje de ser,/ haya sido,/ y la ceniza cubra el nácar y la rosa,/ no os preocupéis de mí,/ no es nada” (p. 90). A punto de cerrarse el poemario, reconoce su deseo de acabar “[s]in dolor y sin miedo/ y con la justa pena” (p. 104): mesura hasta el final. Cuánto me habría gustado firmar este libro.