Fotografía: Sally Mann
No sabía qué hacer. Llevaba días sin dormir y mi cabeza flotaba en un sueño vegetal, envuelta en una nube de humo dulce y denso, como salido de un fumadero de opio. Solo veía los ojos de mi hija que me miraban inocentes y asombrados desde aquel estado borroso. Cómo explicarle que aquello era una despedida, que estábamos en mundos diferentes, que su amor era lo único que había dado sentido a mi vida, que nunca más estaríamos juntos. Que no había podido salvarla de aquella enfermedad que la mordió hasta quitarle todo el tiempo que le quedaba por vivir. No podía dejarla sola, mirando como desaparecían poco a poco sus ojos en el torbellino de aquella niebla. Me apoyé en la barandilla de la terraza y miré abajo. Calculé dos segundos para estrellarme sobre el asfalto. Nunca creí en ello, pero esperaba fervientemente que existiera otra vida para volver a abrazarla.