Me pasa a menudo que se producen coincidencias -o no tanto- en mis lecturas y en mi vida
La novela Los amigos, de Kazumi Yumoto, plantea una historia sencilla y honda. Unos niños se enteran de que un viejo de su barrio se está muriendo y planean una aventura: quieren verlo morir, o al menos ver su cadáver. Se dedican a espiarlo desde el jardín hasta que el viejo los descubre. La necesidad de enfrentar la muerte, la propia y la del mundo, es lo que le da al texto su profundidad. Yumoto usa como contrapunto la comicidad y la ternura con la que los adultos vemos la infancia. Es una novela perfecta. Lo que aprenden esos niños es que todo se va. Ellos lo expresan a su manera: “A veces, cuando estoy solo en casa, intento recordar al viejo. Pero, cuanto más lo intento, con menos claridad puedo ver su cara, lo que hicimos o lo que hablamos. Y me da miedo”. Lo que intenta ese niño es lo que intentamos todos: agarrarnos a una imagen del pasado que nos dé cierta seguridad en la existencia del mundo, que le dé solidez a nuestra particular identidad individual, a nuestra vida. No vaya a ser que nos demos cuenta de que esa identidad que creemos sólida es algo más gaseosa de lo que pensamos. Sufrimos porque deseamos constantemente atrapar una instantánea del mundo. Decir: yo soy así o asá. Mi vida es esta y no otra, y la tengo bajo control. Antes de morir voy a resolver todos mis asuntos, y al final estaré seguro, moriré satisfecho, podré descansar. Esa es nuestra fantasía.
Me pasa a menudo que se producen coincidencias -o no tanto- en mis lecturas y en mi vida: poco después de leer la novela vi en Internet una charla de Dzongsar Khyentse Rinpoche, lama budista, que habla sobre las relaciones de pareja: para dar una idea de cómo la pareja está sujeta, igual que el resto de fenomenos del mundo según el budismo, a las tres marcas de la existencia (impermanencia, insatisfactoriedad y vacuidad), utiliza como símil el argumento de una película romántica coreana de la que no recuerda el nombre. La película va sobre dos criados, o un mayordomo y una criada, que trabajan cada uno para un millonario distinto y que viven en la habitación de servicio de sus respectivas mansiones señoriales. Cuando ninguno de sus empleadores está en casa, ellos aprovechan para pasar unos días de gran sofisticación y romanticismo: disfrutan de todo el lujo del mundo. Hacen el amor en las amplias camas de sus jefes, comen productos caros de la despensa, se leen el uno al otro poemas hermosos de libros que sacan de estanterías que no son suyas, beben vino de la bodega y escuchan vinilos de coleccionista. Según Dzongsar Khyentse, esa fantasía que confunde lo prestado con lo propio es la base de toda relación sentimental. Estamos en las relaciones de prestado. Nada es verdaderamente sólido. Todo se acaba el día menos pensado. Te separas, te mueres, te abandonan o abandonas tú. La sangre de toda relación romántica es la inseguridad en uno mismo, que tiende a querer solidificar cierto estado de cosas. Un anillo de bodas es la expresión máxima de la inseguridad humana.
Para rizar el rizo va y se nos muere Ricardo Piglia, y yo, en un intento fallido de aliviar la tristeza, abro su novela Respiración artificial y me topo enseguida con esta frase que dice el personaje del senador: "En realidad todos los hijos deberían ser abandonados, dejados en el portal de una iglesia, en un zaguán, en una cesta de mimbre. Todos deberíamos ser, dijo el Senador, hijos póstumos o hijos expósitos, porque eso es lo que somos en realidad". Pues eso.