Foto: Teo Fagalde Robinson
“I hear an army charging upon the land,
and the thunder of horses plunging; foam about their knees”*
James Joyce
¿Qué sucede a nuestro cuerpo cuándo leemos poesía?
(explicación en sesenta y nueve puntos)
1. Nos sentimos felices, comemos cerezas amarillas y escupimos sus cuescos dorados entre un verso y el otro.
2. Pensamos que este tipo está loco, que no es un poeta. Qué no existen las cerezas amarillas con los cuescos dorados.
3. Bajamos nuestras expectativas. Nos concentramos más en comer cerezas que en los versos escritos. Giramos las páginas con desgano y hasta con desidia. Escupimos con fuerza los cuescos sanguinolentos al suelo.
4. Pensamos en él, en ella. En ese ser especial que nos regaló el libro que tenemos entre las manos, aún sin haberlo leído pero probablemente pensando en nosotros. Imaginando este momento: nosotros solos en algún rincón, sentados o echados, leyendo. De pie y en voz alta, los más osados. Pero en todo caso con el mismo libro que ese ser especial tubo entre las manos, ojeó sus páginas, leyó algunos versos o incluso poemas enteros. Luego lo cerró y después de meditar unos instantes, pensó que era el libro justo para ti.
5. Cerramos los ojos y visualizamos un plato suculento de cerezas frescas. Escudriñamos con los ojos –siempre cerrados– y visualizamos destellos dorados en su interior.
6. Inmediatamente pensamos en los cuescos. Nos sentimos ligeramente incómodos y algo infantiles, pero lo aceptamos.
7. Continuamos leyendo. Algunas frases nos golpean fuerte. Sentimos escalofríos al comprobar que el poeta sabe tanto de nosotros como sabemos nosotros mismos. A veces inclusive, pareciera que más.
8. Nos sentimos estúpidamente desnudos. Nos da rabia. Juntamos las piernas y encojemos un poco los brazos. Miramos hacia atrás, luego con recelo fijamos el libro que tenemos en las manos. Miramos hacia otro lado y luego continuamos la lectura –un poco distraídos–.
9. Nos cuesta concentrarnos. Cerramos el libro. Meditamos mirando la cubierta y repitiendo entre labios el título del libro y el nombre del autor –que no conocíamos–.
10. Nos concentramos en detalles técnicos: editorial, año de publicación, otros títulos de la colección o inclusive del mismo autor, tipo de papel, tapas duras –nos gustan las tapas duras pero no sabemos por qué–. Analizamos la cubierta, la gráfica –la fotografía si la tuviese–. Leemos con recelo, casi con envidia el pequeño curriculum del autor. Pensamos por un momento que es presuntuoso, luego pensamos que tal vez somos demasiado severos.
11. Tomamos el teléfono para llamar a la persona que nos regaló el libro. Querríamos agradecerle nuevamente ese bonito gesto. Decirle que el libro es maravilloso y que absolutamente tendría que leerlo. Que estamos por terminarlo y se lo podríamos prestar, si él o ella quiere.
12. Pensamos en qué sería más apropiado: ¿una llamada o un mensaje?
13. Algo nos frena. Pensamos que la lectura de poesía no es en realidad maravillosa. Es más bien una patada en los huevos o el los ovarios –según sea el caso–. Piensas qué ese momento de dialogo entre el autor y tú es único. Qué es algo imposible de compartir con alguien. Ni siquiera con esa persona que con un cierto esmero y hasta acierto, eligió este libro para ti.
14. Definitivamente abandonamos la idea del teléfono. A falta de un lugar apropiado para dejarlo, lo apoyamos en el suelo –antes estaba en el bolsillo, pero nos incomodaba–.
15. Al dejarlo vemos de reojo un montón de cuescos de cerezas dorados. Instintivamente miramos hacia otro lado –asustados se diría–.
16. Mientras nos agachamos vemos que el zapato izquierdo se nos ha desamarrado. Rehacemos el nudo mientras de reojo seguimos mirando los cuescos en el suelo. Ya nos asustan menos.
17. Movemos el teléfono hasta algún sitio seguro y regresamos a la posición de lectura.
18. Nos acomodamos el chaleco, abrimos el libro y buscamos la distancia correcta entre los ojos y el texto. Nos frotamos los ojos con fuerza y lo intentamos nuevamente. Ahora va mejor.
19. Piensas que por algún extraño motivo se ha creado una conexión directa entre el autor y tú.
20. Piensas que finalmente se ha creado esa conexión mágica. Que al menos en ese momento es indestructible.
21. Sientes pena por la persona que te regaló el libro. Aunque quisieras, no la puedes incorporar.
22. Piensas que los tríos literarios no funcionan. Crees firmemente en las fieles relaciones personales entre el lector y el autor. Intimas, te gustaría definirlas, pero piensas que tal vez exageras un poco.
23. Por segundos te aferras al autor. Crees que de verdad te entiende. Te sientes como una niña o niño y te dejas llevar por sus versos. Te dejas arrastrar por esa atmósfera incomprensible pero verdadera que él ha creado exclusivamente para ti.
24. Por instantes te deleitas con la poesía, aunque te duela. Caes, te arrastrás y te levantas muchas veces. Finalmente te entregas a ella. Estás dispuesta o dispuesto a todo.
25. Piensas en otros autores que te han provocado algo parecido.
26. Piensas en tus autores favoritos –si es que los tienes–. Si no es así, piensas en los más populares, esos que están en boca de muchos. Esos de los cuales se habla mucho, en realidad más de lo que se los lee. Piensas en la frivolidad de lo que recién has pensado, pero no te avergüenzas del todo. Te sientes casi orgulloso de haberlo pensado.
27. Te das cuenta de lo poco popular que es en realidad la poesía –y la lectura en general–.
28. Piensas que Chile, casi por error es un país de poetas. En realidad sabes que son muy pocos los que leen poesía a parte de los mismos poetas.
29. Te vas lejos de Chile con tu búsqueda poética. Tropiezas con Paz, con Dylan Thomas, con Eliot, con Ezra Pound y con Whitman.
30. Piensas en la cantidad de grandes poetas que generó Norteamérica en el siglo pasado y en el anterior –piensas que Paz también es norteamericano–. Inmediatamente piensas que Chile es un país pequeño por donde se lo mire. Flaco y largo. Algo raquítico en realidad. Eso te entristece un poco.
31. Te sientes pequeño e ignorante. Más que antes, mucho más…
32. Te atreves a atravesar el Atlántico hacia el viejo continente, en busca de los poetas muertos por el olvido. Encuentras la poesía de Baudelaire, de Rimbaud, de Rilke, de Cernuda, de Artaud, de Tranströmer y de Leopoldo María Panero.
33. Piensas que García Lorca es insuperable. Te jode tremendamente la injusticia de su muerte. La lloras en silencio. Te vienen en mente algunos versos de Un Poeta en Nueva York pero no puedes recitarlos. Se te ha hecho un nudo en el estómago.
34. Buscas las raíces de tu propia poesía debajo de la tierra –si es que la tienes–.
35. Unas lágrimas te atraviesan los ojos. Te las secas violentamente con la mano y escupes un cuesco que se ha calentado y alisado de estar tanto tiempo dentro de tu boca. De reojo, mientras el cuesco cae al suelo, te pareciera ver destellos dorados. Los ignoras y te avergüenzas sin saber por qué.
36. Vuelves a tus raíces. Necesitas la seguridad de estar en casa, en tu tierra. En tu lengua.
37. Vuelves a la poesía de Borges, de Huidobro, de Parra, de Vallejo, de Zurita, de Lihn, de Lira y hasta de Neruda.
38. Piensas en la Mistral y te sientes asquerosamente machista.
39. Piensas en Virginia Woolf sentada en su habitación –escribiendo–.
40. Te preguntas por qué no publicó a Joyce. ¿Tal vez era feminista?
41. Piensas que el mundo es asquerosamente machista y que tú no puedes hacer nada para cambiarlo.
42. Piensas qué el mundo es en realidad, terriblemente violento y absurdo.
43. Cierras todos los libros abiertos en tu cabeza y tratas de no pensar en nada.
44. Descubres que el no pensar en nada, en el fondo, es igualmente pensar en algo.
45. Te sientes infinitamente pequeño frente al mundo, frente a la nada, a la naturaleza.
46. Por un momento piensas que todo podría desaparecer en un instante. En realidad que el hombre podría desaparecer. Pero que probablemente en ese momento, el mundo seguirá girando sobre si mismo. Vivo, a pesar nuestro.
47. Vez eso con una extraña certeza. En el fondo sabes que el mundo encontrará la forma de sobrevivir, de mutar. Finalmente de salvarse… no así el ser humano.
48. Un rayo frío atraviesa tu cuerpo en ese momento. Lo superas.
49. La nada se transforma en algo que crece dentro de ti y que tú ya no puedes controlar.
50. Tratas de mirar tu SER como algo importante. Pero descubres que es cada vez más pequeño.
51. Tratas de darte ánimo, de crecer. De hacerte grande y fuerte a pesar de todo.
52. Regresas a tu tierra, a tus desiertos, a tus montañas y tu mar.
53. Tu gente te incomoda, pero lo aceptas.
54. Por un momento te sientes en casa, al seguro. Aunque en realidad no sepas bien: a qué tienes que temer ni porqué.
55. Lees el nombre del autor del libro que te llevó hasta este punto crítico.
56. Piensas que es un idiota.
57. Piensas qué si el mundo es como es y, Dios no ha podido hacer nada para mejorar las cosas, menos podrá hacer un poeta mediocre y totalmente desconocido.
58. Abres nuevamente el libro en una página cualquiera. Lees una frase. Un verso libre de esos que te habían llamado la atención al comienzo –tal vez hasta lo habías subrayado–.
59. Relees detenidamente el verso, tratando de retener la esencia de las palabras, de eso que no está escrito. Te tratas de concentrar en los silencios, pero finalmente lo haces en el plato de cerezas sanguinolentas que vez con la cola del ojo a tu derecha.
60. Eliges una. No la más bonita ni la más grande. Simplemente una que por algún motivo crees que es especial.
61. Dejas de lado la rabia y la tomas con tus dedos torpes procurando de ser lo más delicado posible. La dejas colgando y observas el péndulo que se mueve nerviosamente frente a tus ojos. Tratas de seguir el movimiento. Es imposible. Te mareas.
62. La acaricias antes de llevártela a la boca. Hueles su perfume. Sacas la lengua y finalmente la depositas suavemente en ella. Antes de eso la chupas estirando la lengua con un gesto que te parece ridículamente erótico.
63. La muerdes. Es extremadamente jugosa. La saboreas en un modo diferente que a las otras. Te convences que de verdad era especial. Definitivamente la más rica de todas las que has comido hasta ese momento. Te saboreas los restos de jugo que aún se pasean en tu boca mezclados con tu saliva mientras chupas el cuesco hasta quitarle toda su sabrosa carne.
64. Piensas que eres estúpido. Qué la poesía ha cambiado algo dentro de ti. No lo aceptas. Te ríes nerviosamente. Miras para otro lado, pensando que alguien te espía.
65. Desconfías del autor en primer lugar.
66. Imaginas una cámara diminuta escondida en alguna parte en el lomo del libro. Pones la encima. Son estupideces, piensas.
67. Escupes el cuesco distraídamente y sonríes sin saber por qué.
68. Una vez en el suelo, descubres con emoción que es dorado.
69. Sacas la lengua, incrédulo. La mueves hacia un lado y miras de reojo esperando verla muy roja. Sanguinolenta.
* “Oigo sobre la tierra las huestes a la carga,
estruendo de caballos que embisten, con espuma en los cascos”
R.Rayarù, nacido el 07 de julio del año 1967 en Santiago de Chile.
En el año 1992 escapa de su país, para radicarse en Valencia, España. Entra en clandestinamente, sin dinero ni documentos para poder establecerse; solo con un puñado de sueños y tres cuadros de formato grande. A parte de Chile y España, ha vivido en Estados Unidos, Suiza e Italia. Actualmente reside en la ciudad de Malmö, Suecia. Extracomunitario por opción política –no le queda otra–, ciudadano del mundo por elección. Apasionado de arte contemporaneo, design, musica jazz, cine y literatura. Trabaja como interior designer. Paralelamente, desde los años '90 hasta el '06 ha desarrollado una carrera como artista plástico, realizando exposiciones personales y colectivas de pintura, instalaciones y video–instalaciones. Ha expuesto en galerías de arte contemporanea en España, Italia, Chile y Bélgica. Se destaca su participación en la Bienal de Arte contemporanea de Venecia en el año 2006 con un video titulado “El Amor de Chile” (inspirado a la obra poética de Raúl Zurita). La muestra fue curada por Antonio Arévalo (Agregado Cultural de la Embajada de Chile en Italia). Actualmente ha dado un brochazo de color negro a su carrera como artista plástico y ha colgado los pinceles por un periodo de tiempo indefinido.
Su interés por la poesía y la escritura, data desde su adolescencia en Chile. Estos son sus primeros textos escritos, entre ellos se encuentran: varios cuentos, relatos breves y poesías. Actualmente colabora con la revista literaria online española Espacio Luke, dirigida por el poeta Kepa Murua.