"Viví y pasé hambre en la calle", me dice Fernando Montoya. Un artesano de unos cuarenta años, quien con acento costeño se presenta como cuentista con un objetivo claro: la búsqueda de la reflexión en aquellas almas que lo escuchan. Su trabajo con las hojas que recoge de los árboles apenas le da para vivir. "Pedir es indigno y gracias a los cuentos puedo salir adelante. Pero como vivo en la calle, a menudo tengo que escuchar ofensas y calumnias. He pasado miedo; pese a todo, tengo una vida intensa". Me confiesa antes de comenzar con un cuento de su cosecha: "El gentil y elegante caballero", donde parece que hable de sí mismo con una humildad que enternece y donde al principio se muestra atrevido. "Se rumorea en este parque de los Deseos que podría ser el mejor cuentero del mundo, pero solo son rumores, chismes de desocupados…". Observo que mientras narra, camina de lado a lado en un rectángulo imaginario, como si fuera el proscenio de un teatro al aire libre, donde antes de llegar al final, cruza los brazos y planta su cuerpo en el medio, ante la atenta mirada de los espectadores que lo escuchan, como si quisiera marcar el terreno por donde pasa. Mueve sus manos grandes y en un instante enlaza todos los dedos –unos dedos fuertes que destacan por su tamaño– en un gesto que parece querer llamar la atención. Cuando lo logra, pregunta con una voz clara: "¿Saben…?" y permanece en silencio. Más tarde continúa y sus palabras nos llegan a los oídos, y con el final del cuento –un cierre que llama a la esperanza en todos los sentidos– vuelve a quedarse callado, pero esta vez, con los ojos cerrados. Unos segundos más tarde, se dobla con una agilidad asombrosa y realiza una reverencia con respeto, con seriedad, como si se tratara de un saludo callado que contiene en sí mismo la inevitable despedida. Cuando suenan los aplausos, vuelve a mirarnos fijamente y una sonrisa llena de felicidad recorre su rostro moreno, brillante, donde en cada arruga la vida ha marcado cada paso en falso de un itinerario errático que él mismo no pretende justificar. "Los cuentos, más allá del entretenimiento, buscan el conocimiento. Con ellos soy libre. Tal vez el mundo sería más hermoso si hubiera más locos como yo, ¿no creen?", nos dice. Y sin embargo, como el silencio es mágico, los que están a su lado no responden. Algunos se besan, otros sonríen, unos pocos sacan sus monedas y billetes de sus carteras y yo guardo también un silencio cómplice mientras memorizo lo que a unos cuantos pasos de mí acontece. En un momento dado se acerca; yo le entrego mi billete:
"Usted es diferente, no solo me escuchó con devoción, sino que me leía mientras yo hablaba y me dibujaba con su mente al moverme", me dice. "No sé si es como lo dice, pero aunque no lo crea, en muchas cosas somos parecidos, y todos nosotros, los que hablamos o callamos, los que escuchamos u observamos, como usted, también seguimos nuestros pasos en este parque de los Deseos que es la vida", le respondo.
Una lágrima cae entonces por sus ojos, una gota minúscula que intenta ocultar con una mano grande, con un gesto más torpe que cuando nos hablaba, y con una pronunciación nerviosa me pide un abrazo. Ante la sorpresa de los demás, nos abrazamos. Él es un hombre grande que me envuelve con su fuerza. Un hombre de la calle ante un hombre de un país que no es el suyo. Un hombre digno, tierno, cuando el perfume de los deseos une, sin distinción alguna, a todos los presentes con un aroma nuevo. "Me conocen como el Artesano", me dice. "Lo sé, el mejor cuentero del mundo", le respondo.