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Fueron 5 los meses que trabajé en la República Checa, en 1.999. Allí conocí a la bella y culta Praga y también a su hermana menor, Ostrava, ciudad más bien fea y poco refinada, vecina -quizás esto explique su carácter- de la temible Auschwitz. Como miembro de un equipo internacional de investigación, mi trabajo consistió en demostrar la existencia de una sistemática discriminación racial por parte de las autoridades checas contra los niños gitanos, allí llamados Romaní. Fue Ostrava, con sus 285.000 ciudadanos y 15.000 Romaní, la que tuvo la mala suerte de ser elegida como campo de investigación y batalla. Bien es verdad que no fueron pocos los méritos que hizo para merecerlo. Para empezar, sus escuelas de discapacitados mentales estaban pobladas -algunas casi exclusivamente- por niños gitanos. Cientos de preciosos niños perfectamente normales a quienes se robaba, amparados por el sistema, su futuro. Su crimen: inferioridad genética de la raza. Como estaba previsto, nuestra organización (ERRC) perdió el juicio contra el gobierno checo en el Tribunal Constitucional, lo que supuestamente les permitirá presentar el caso en el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. Sinceramente, no sé si mi trabajo por mejorar la dramática situación que vivía la comunidad Romaní sirvió de mucho. De lo que no tengo ninguna duda es de que me aportó mucho más a mí que a ella. No sólo aprendí a apreciar la fuerza interior de este pueblo (cualquier otro se hubiera lanzado a las armas; el pueblo gitano jamás ha estado en guerra), sino también a percibir mis propias limitaciones a la hora de amarlo. Descubrí mi discapacidad para abandonar las comodidades propias de mi condición y compartir su desesperanza.
Fotografía: Carmelo Mtz. de Guereñu