Cuando se ve el discurrir del centro histórico de Praga y se admira el puente de Karlos, o la impresionante iglesia de Tyn, presidiendo una de las plazas más bellas de toda Europa, es sencillo darse cuenta de que se ha llegado a una ciudad fundamentalmente viva, y resulta paradójico descubrir que una ciudad que atesora tanta carga histórica, hoy se muestra como una joven atrevida e insolente.

Praga ha sufrido el siglo XX, el final del Imperio, las dos guerras mundiales, las crisis económicas, las políticas comunistas, las reformas, etc. Pero a pesar de todas estas convulsiones, la ciudad ofrece una sensación que es difícil percibir en otros lugares, Praga ofrece sabor a tradición, su trazado, sus calles, edificios y monumentos intentan disimular tragedias pasadas.

Y lo consigue gracias a la conservación de sus monumentos –con intervenciones en el Patrimonio más o menos dudosas- pero siempre a través de la sinceridad que atesora el mantenimiento de los oficios tradicionales. En este sentido, cada edificio desde el punto de vista singular, no es más que una parte -donde destaca el palacio y la catedral de San Vito, los restos de las sinagogas judías, multitud de conventos, etc- de un gran conjunto con entidad absoluta.

Sorprende además, que en este singular acontecimiento discurren enormes sobresaltos, de la trama medieval pasamos al ayuntamiento (uno de los edificios de estilo art decó más bellos que conozco), de la ópera al teatro negro, del Niño Jesús de la iglesia de los Carmelitas a las rarezas del museo del Monasterio Premostratense de Strahoski, sobresaltos cargados de sabor, el sabor de los oficios, el sabor de la historia, el sabor amargo de la literatura de Kafka, el sabor de la mejor cerveza de Europa.

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