Yo no he estado nunca en Praga, con lo cual no debería hablar de Praga. No me reunía de joven en la cafetería Slava (hoy clausurada) con Milos Forman, ni asistía en la Facultad de Bellas Artes a las clases de literatura impartidas por Milan Kundera. Ni siquiera he cruzado el Puente de Carlos como un turista más, comprando algún recuerdo y escuchando a los músicos callejeros. Nada, que no he comido unas albóndigas en el restaurante Virkaka ni me he tomado un pastel de manzana con crema de chantilly en el Café Mozart. No he paseado sobre los adoquines por las callejas de la Mala Straná ni mirado hacia el río Moldava, ni mucho menos he tenido la oportunidad de perseguir al Golem, ese hombre de arcilla que creó el rabino Law y que todavía debe andar escondido en algún sótano de la ciudad.

E incluso Franz Kafka, el escritor checo por excelencia, cuyas obras han preocupado intensamente a los psicoanalistas por su angustia vital y su mundo sin salidas, me parece más bien un tipo prosaico que realizó un curso sobre seguro obrero en la academia Comercial de Praga y escribió después un tratado técnico titulado "Seguro compulsivo para la industria de la construcción", y que en cuanto pudo se buscó a sí mismo una salida ingresando como empleado en las oficinas del Instituto de Seguro de Accidentes de Trabajo.

Debe ser que no he estado nunca en Praga y por lo tanto no debería hablar de Praga. O que soy tan poco aficionado al romanticismo como al existencialismo. Lo cual, a lo mejor resulta imperdonable. Tendré que ir a Praga

Otros Artículos Especial Praga

Ocultar