2. LA VUELTA AL RELOJ
Todos los días, a las tres y media de la tarde, cuando el sol es más firme y las calles parecen más solitarias, el viejo lector acude humildemente a la Biblioteca. Suele ser el primero en llegar y por eso espera en un oscuro descansillo. Los empleados -en cuyas voces y gestos se percibe cierta brusquedad- le tratan casi con cariño, aunque él evite su mirada o no los reconozca. El viejo lector tiene unos ojos azules que comienzan a engañarle con las sombras.
Cuando penetra en la Biblioteca ve los volúmenes, innúmeros e inabarcables, que dormitan, como si fuera imposible reconocer el bullicio sordo de las palabras que en ellos aguarda. El viejo lector se distrae a veces con mapas amarillentos o juega con el reloj de arena que siempre lleva consigo. A veces también alza la cabeza y deja su vista fatigada sobre el techo, como aventurando conjeturas imposibles. Sin embargo, lo que trae al lector a la olvidada Biblioteca es algo muy concreto, quizá evidentísimo, que sabe que reconocerá si da con el volumen adecuado (Imaginemos, tal vez esté en su mente la historia que Suetonio escribió sobre la guerra de Crimea, en una ilocalizable versión árabe).
El viejo lector trabaja con fanática paciencia. Nada podría distraerle, en su inmensa soledad, de la tarea. La bibliotecaria se muestra solícita con él, le trae los libros que pide y es incluso amable.
El viejo lector recorre miles de líneas y toma algunas notas. De vez en cuando da la vuelta a su reloj y la arena, confundida, vuelve a deslizarse silenciosamente. A veces levanta la cabeza y se ve solo en el inmenso salón de lectura.
Sólo él sabe qué hermoso es el camino y qué cierta la derrota.
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