LA POESÍA SI ES QUE EXISTE (kepa murua) | ||
El dilema es el temor a lo desconocido, el dilema en la vida es cómo vivir antes de que nos llegue la muerte, el dilema en la creación es cómo decir lo que a menudo no podemos explicar con palabras, cómo mostrar lo que acontece en el mundo de los sentimientos y cómo ocultar en el entramado de la verdad y la mentira lo que nos concierne a la hora de retratar lo que nos rodea. Describir el paisaje de la mirada y tocar con la imaginación numerosas realidades que en principio sólo se descubren con la palabra es recorrer el trayecto con la memoria asomándose al vacío. Pero el auténtico dilema sigue con la muerte. Podrías desear la paz y hacer la guerra, podrías amar a las personas que te rodean, odiar a las que te hiceron daño, olvidar a unos y otros cerrando a la memoria la nostalgia de lo que pudo ser y no ha sido, pero el dilema comprende el rastro de lo que perdiste con el camino emprendido en el intento. Querrás olvidarlo todo, mentirte una vez más, creer como verdad absoluta lo que sabes que no es cierto, y quizás lo escribas algún día antes de que el olvido te cierre sus puertas, ante una realidad que sin serlo te satisface por el mero hecho de explicarla con palabras. Es el temor a enfrentarse ante un espejo que retoca el rostro con todas sus arrugas y reconocer el dilema de la duda por lo que escribiste y has escrito. En la vida como en la muerte las cosas no son como el hombre pretende a su imagen y semejanza, a su antojo. Pero el dilema, cuando te rodea la muerte, cuando te ataca la nada, es la verdad de esa aseveración que llamando a las cosas por su nombre, disfraza con otras palabras los hechos.. | ||
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SANDOR MARAI (borja de miguel) | ||
Después de más de cuarenta años sin verse, el general y Konrád se encuentran en la mansión de aquél, un pequeño castillo de caza en Hungría, para aclarar el secreto que ha guiado sus vidas. Este reencuentro (esta cuenta pendiente) es lo único que les empuja a seguir viviendo ahora que no son más que un par de ancianos. Konrád llega en el carruaje. El general ha dispuesto todo como la última vez que se vieron, cenando en aquella misma sala. Sólo falta Krisztina. Con este pretexto, Sándor Márai comienza esta novela y desde el primer momento los interrogantes abiertos atrapan el interés del lector. La trama va creciendo, imágenes meticulosamente descritas van creando la atmósfera necesaria, surge una narración al detalle en la que Márai se regodea y a la que sabe dar una trascendencia y significado asombrosos. Un silbido o el ligero movimiento de un brazo un instante antes o un instante después, lleva a reflexiones (casi obsesivas) con las que el general pretende aclarar ese secreto, el secreto de sus vidas. Durante casi doscientas páginas rozamos esa verdad. Sin embargo, no es la trama el mayor acierto de la novela. El misterio y el secreto de estos dos ancianos casi llega a ser un juego si se compara con los particulares pensamientos que Sándor Márai desarrolla en boca del general. Así, la práctica totalidad del libro es un inmenso monólogo con el que, al hablar el general a Konrád, Márai se comunica directamente con el lector. Las ideas llegan con intensidad. Con una carga moral realmente meditada y comprometida, el autor habla del amor, de la amistad, de la infidelidad y, en su caso, de los culpables o responsables de ella. Estos temas, a pesar de ser universales, encuentran en este libro un tratamiento diferente, original. La novela es casi un pretexto para mostrar su pensamiento, un pensamiento altamente autocrítico y comprensivo que es el que realmente hace a este texto interesante. También toca (roza, o se le escapa inconscientemente) el tema del arte, el ejército, la patria... (nacido en Hungría, se exilió voluntariamente en Alemania y Francia durante el régimen de Horthy y, con la llegada del régimen comunista, emigró definitivamente a los Estados Unidos). Más de cincuenta años después de haber sido escrita, esta curiosa novela ve la luz y se convierte en número uno en ventas y obtiene el Premi Llibreter Narrativa 2000. Desgraciadamente, Márai no pudo disfrutar de este éxito al quitarse la vida en San Diego, en 1.989. |
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LEER A OSCURAS (josé lezama) | ||
La barricada y la ley del silencio (Reseña crítica de La barricada silenciosa, de varios autores checo-eslovacos) Bajo el título genérico de La barricada silenciosa, breve antología de narrativa checo-eslovaca para nostálgicos, la editorial cubana Gente Nueva reunía en el año del Triunfo de la Revolución Popular Sandinista -cuyo órgano de prensa fuera también Barricada- cuatro relatos de Jan Drda, Ludvík Askenazi, Jan Weiss y Jiri Marek, autores todos ellos comprometidos con la revolución en su país de origen. El primero de los cuentos, La barricada silenciosa, perteneciente al libro del mismo título de Jan DRDA, es un homenaje a la solidaridad internacionalista en la lucha de liberación contra la ocupación nazi de Checoeslovaquia. Con su pulso firme, prosa encendida y estilo ardiente -no exento de fogonazos poéticos-, Drda exalta el arrojo y la entrega -el heroísmo- de aquellos miembros de las brigadas, entre los que destaca el partisano checo Franta Kroupa: Porque él defiende dos ríos: el Vltava y el Manzanares. Y no obstante, todo es igual: Madrid y Praga. Un buen día tendríamos que luchar contra ellos: contra Franco y sus mercenarios moros, contra Hitler y sus s.s. No pasarán. Barricada silenciosa. Barricada muerta. En El resplandor, incluido en su obra Cienfuegos, ASKENAZI narra en tono paternal el relevo generacional de la clase trabajadora al frente de la empresa metalúrgica, en la barricada silenciosa del trabajo diario, en aras del progreso. Y como contrapunto al resplandor en la oscuridad de la colada del horno de fundición, el dramático alegato antibelicista -antimilitarista- de una madre en Relato de una madre de Jiri MAREK, relato epistolar en que confluye la ternura ingenuista, luminosa y casi naïf, del recuerdo del hijo desaparecido, con los tintes sombríos, casi expresionistas, del grito desgarrado y la desesperación de la madre, tras la barricada enmudecida del dolor y la muerte: Me llamo María, me llamo Katia, me llamo Raquel, me llamo Penélope. Tengo mil nombres y soy la madre eterna del universo entero. Por último, Fidelidad, el cuento más extenso y obra de Jan WEISS -el más veterano de los autores recopilados en esta ocasión-, relata el lento proceso de toma de conciencia de una trabajadora del campo, sometida a los valores tradicionales y a un servilismo que se diría ancestral, en la barricada silenciada por el temor y el miedo, antes de incorporarse a la nueva sociedad. Liquidado ya el régimen comunista, en este año 2000 de democracia burguesa -democrática y democrítica- y reprivatización, en el que las repúblicas checa y eslovaca son haciendas en venta a merced de las empresas multinacionales -y la celebración de los encuentros de la globalización económica en Praga constituyen una buena muestra-,ambos pueblos de esa república desmembrada por bipartición, poseídos por una desesperada voluntad de amnesia, desmemoriados perdidos, ven alzarse una barricada de silencio frente al telón de terciopelo de la Restauración. Una barricada muda frente a la cortina de humo del escenario del Gran Teatro del Mundo en que se representaba -al igual que en estas recientes elecciones en Yugoeslavia-, de la mano del dramaturgo Václav Hável -histrión del capitalismo internacional-, el auto sacramental de la consagración de la Democracia Universal. Cuando el silencio y el olvido, ese enmudecimiento de la memoria, -y la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido, escribió una vez Milan Kundera, el disidente checo, en un libro de risa sobre el olvido-, parecen correr un tupido velo sobre el pasado, haciendo borrón y cuenta nueva de la Historia, no estaría de más echar una ojeada otra vez al otro lado de la barricada silenciosa, hojear las páginas calladas de los cuentos -las voces acalladas de estos cuentos, parapetados tras la barricada literaria-, ver, oir y volver a callar. Dar la callada por respuesta. Esa parece ser la consigna. Tras la barricada reina el silencio. |
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EL QUINTACOLUMNISTA (luis arturo hernández) | ||
EL MUNDO, EL DESEO Y LA CARNE
(Reseña crítica de El carnicero, de Alina Reyes, Ed. Grijalbo.) |
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CARTAS DEL NORTE (jose luis garcía fernández) | ||
Conjurando demonios La lectura de cualquiera de las obras del "Nobel" colombiano Gabriel García Marquez, no viene exenta generalmente de un halo de misteriosa incredulidad. "¿Cómo se le habrá ocurrido este acontecimiento", se pregunta el sufrido lector. O, "¿cuál fue la génesis de este suceso, o la definición de aquel otro personaje?". |
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BESTIARIO (josé morella miranda) | ||
Sólo podemos alegrarnos al saber que la editorial Lumen acaba de anunciar hace unos días la próxima publicación de las obras completas de la argentina Alejandra Pizarnik. Esto sí que es una buena noticia. Hasta ahora era imposible encontrar esos escritos en nuestro país, porque la edición (muy poco rigurosa) de la editorial argentina Corregidor jamás llegó a estos lares. Hasta hace poco sólo se podía disfrutar de esta poeta (que no poetisa) en una selección que hace años preparó Visor, y que tituló Extracción de la piedra de la locura. Os animo a que la descubráis ahora, si es que no la conocéis ya. A pesar de que muriese con apenas treinta y seis años, su evolución poética fue rotundamente radical y veloz.
Cada uno de sus textos, desde el primero, El árbol de Diana, escrito en 1962, hasta los últimos poemas que dejó escritos el mes de su muerte, diez años más tarde, en el pizarrón de su cuarto, marcan la huella de un recorrido lúcidamente arriesgado que no deja ningún resquicio a lo fácil, a lo comercial, casi a lo humano. Su mismidad radical la llevaba a escribir lo que necesitaba, a vivir la escritura, sin pensar jamás en los lectores, o eso parecía. Como si quisiese explicarse sólo a sí misma. Quizá por eso nos explicó a tantos tantas cosas. No buscaba acólitos, y quizá por eso tiene tantos y tan convencidos, aunque no precisamente en España. Su poesía, una mirada lúgubre pero clarividente sobre la muerte a través del espejo lúcido de la melancolía, rebosa a la vez de libertad. La melancolía de la que hablamos arrasó la vida de la poeta a la vez que la sembraba de la más auténtica creatividad, la más originaria, la más terrible, aquella que procede del ansia por el infinito. Su último paso, su última obra, fue dejar de escribir. No se podía retorcer ya más el lenguaje (basta un vistazo a La bucanera de Pernambuco para darse cuenta), no se podía saber ya más. La seducción por el conocimiento de la verdadera muerte no debía esperar. En septiembre de 1972 se ahogó en barbitúricos, dejándonos la sospecha de que, en realidad, acababa su vida con su obra, como si en su locura habitase la más meridiana justa medida de los antiguos griegos: que no sobre vida cuando ya hemos cumplido el cometido. Comentaremos sólo uno de sus textos, aunque cualquiera valdría la pena. Se trata de La Condesa sangrienta, obra de unas características muy especiales. Si toda la obra de la poeta puede ser leída como un interminable recorrido por la muerte (no como idea, sino como algo concreto, alcanzable, constantemente nombrada por su afuera, bordeándola, amándola en su inefabilidad, algo que salvaría al yo poético de la tremenda caída que significa el nacimiento, del sufrimiento que es esencial al ser; por ejemplo, Mañana / me vestirán con cenizas al alba, (...) aprenderé a dormir / en la memoria de un muro, o explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un barco llevándome), en la obra que nos ocupa la muerte se vuelve protagonista absoluta, personificándose. Hablando, actuando. Se tiene la sensación de estar leyendo algo así como un texto-cadáver o un cadáver textual. De estar hablando con un muerto vivo, vivo en tanto que escribe, porque sólo los vivos escriben. Esa es una de las definiciones, según Julia Kristeva, de la melancolía: durante el periodo melancólico, la persona se hace la muerta, se convierte en un cadáver viviente. No quiere nada, no piensa nada. No quiere vivir, pero vive porque tampoco quiere darse muerte. Quiere la muerte en sí misma. Es lo que hoy llamamos depresión, pero ya se sabe que las palabras cambian con el tiempo y el tiempo con las palabras, y todo es parecido pero distinto. El melancólico se hace límite entre lo vivo y lo muerto. Además es sutil, lúcido; puede ser muy culto. Eso se lo da la lentitud de los muertos. Ahí tenemos al Conde Drácula de la novela de Stoker, con esa inmensa y cuidada biblioteca que deslumbra a sus invitados. Pocos personajes son tan melancólicos como los góticos: el Heathcliff de Cumbres Borrascosas, Víctor Frankenstein (también sabio, admirador de Paracelso) y su monstruo, el mismo Drácula. Son todos lúcidos y terribles, y todos parecen absolutamente deprimidos, tristes. Siempre están entre la vida y la muerte, o al menos entre la visibilidad (violenta) y la invisibilidad (pacífica). Incluso Hamlet, al que sus iluminadas palabras conducen a la muerte a velocidad de vértigo. Son todos muertos vivos. Pues bien, a la luz de estas cosas se puede leer (yo opto por leer) La condesa sangrienta, que entronca directamente con la tradición gótica. La historia no es original de Pizarnik (Alejandra también juega a ser vampira, a nutrirse de los otros); la toma de una novela homónima de Valentine Penrose, que fue un libro de culto entre unos pocos intelectuales iniciados en el París de los cincuenta, entre los que estaban la misma Alejandra, Octavio Paz y Julio Cortázar, por citar algunos. Pero Valentine Penrose tampoco se inventó nada. Lo que se cuenta es una historia real. Se trata de la vida y la muerte de la condesa Erzébet Bathory, que torturó y asesinó a seiscientas cincuenta muchachas jóvenes en el sótano de su castillo transilvano de Csejthe, en el siglo dieciséis. Valentine Penrose viajó hasta los Cárpatos para recoger toda la documentación de ese personaje real, que tuvo un juicio y fue condenada a muerte, para poder escribir la novela. Se trata, grosso modo, del reverso genérico del Conde Drácula, pero sin ambages sobrenaturales y totalmente cierto. Si el texto de Penrose (disponible en Siruela) ya es asombroso en sí mismo, lo que hace con él Alejandra Pizarnik roza es sublime. Lo transforma en otra cosa, mucho más profunda. En una obra de una fiereza metafísica escalofriante, donde el placer del mal se convierte en una perfecta máquina para medir la capacidad (por llamarla de algún modo) de sentir lo estético en el alma humana. Y esta capacidad acaba siendo tal que la máquina se rompe. No sirve. Si sirviera, sería la muerte misma, y aún no es eso. Sólo es un texto, un simulacro. La primera transformación es de género: convierte un texto narrrativo en algo que no cabe bajo ninguna etiqueta genérica. Un conjunto de pequeños textos yuxtapuestos, con títulos individuales e inteligentes epígrafes, que, como en un storyboard de palabras, congela imágenes de las diversas torturas que la Condesa infligía a sus víctimas: muerte por agua, la virgen de hierro, las torturas clásicas, la jaula mortal... En ellos se muestra más que se narra, como si se tratara de un álbum de fotos de los momentos más intensos del texto de Penrose (y todo el que haya leído a Susan Sontag sabe que las fotos son objetos melancólicos, medidores de tiempo). De esa manera Alejandra une los textos directamente al tema de la tortura, la crueldad, mezclándolos con la melancolía de la Condesa, que busca la vida eterna: el conocimiento final. A diferencia de Penrose, hace de la maldad un tema de pensamiento, de autoreconocimiento. La Condesa sólo puede no morir siendo ella misma la muerte, porque sólo la muerte no muere; así que dedica la vida a la repetición constante del acto de dar muerte: sólo ese fantaseo realizado la alivia de su tristeza. Vive en una morada-espejo, el espejo e la melancolía, como la madrastra de Blancanieves, en un castillo mudo donde no se oyen los gritos de terror de sus víctimas. Esta repetitividad del mal es la misma que la de Sade, la de Lautremont, la de Sacher Masoch o la de Gilles de Rais. Y como en ellos, encierra una relación directa con el conocimiento y con la belleza: el mal es estética y filosóficamente más rentable que el bien. Toda filosofía podría ser una respuesta al mal, y todo arte su representación o un espejo de ésta. Sartre lo dice a su manera, vía Alejandra: el criminal no hace la belleza; el criminal es la belleza. Esta condesa, que ha conocido el mal hasta sus recovecos más definitivos, le sirve a la Pizarnik para intentar hacer un estudio serio sobre la melancolía. Todos los melancólicos estudian la melancolía, sus causas, sus matices: Baudelaire, Benjamin, Kierkeegard, Poe, Keats y tantos otros... Hacen como Robert Burton, médico isabelino que sufrió de este mal (en su tiempo se trataba como una enfermedad del cuerpo, mediante la teoría de los humores) y que pasó sus días escribiendo sobre él y tratando de encontrar su curación. Su obra magna se llama Anathomy of Melancholy, y es una dulcísima taxonomía imprescindible para entender algo sobre todo este lío gótico. En ella se explica como en la Edad Media ser melancólico significaba estar poseído por el demonio, es decir, por el mal mismo. No es casual que el demonio viva en los espejos, ni ahora somos tan distintos de los medievales. Octavio Paz, hablando de los demonios en Dostoievski, nos dice que endemoniado, en las novelas del ruso, es aquel que se da cuenta de tener la conciencia escindida. De que hay un yo pensante que piensa todo el tiempo a su yo actuante, una identidad que se espía a sí misma, con lo cual se duda de todo. Hasta de Dios. En definitiva, el sujeto moderno, aquel susceptible de deprimirse sin motivo aparente. Raskolnikov, Joyce, Alejandra Pizarnik, todos nosotros. Aquí la podemos escuchar diciendo No puedo hablar con mi voz sino con mis voces, o La muerte siempre al lado / escucho su decir / sólo me oigo. Para terminar, una curiosidad. Julio Cortázar también se fascinó con la Condesa: la podemos encontrar como personaje suyo en 62/Modelo para armar. |
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