• LA POESIA SI ES QUE EXISTE (kepa murua)
• SANDOR MARAI (borja de miguel)
• LEER A OSCURAS (josé lezama)
• EL QUINTACOLUMNISTA: El mundo, el deseo y la carne (luis arturo hernández)
• CARTAS DEL NORTE: Conjurando demonios (jose luis garcía fernández)
• BESTIARIO (jose morella miranda)
• LA LITERATURA VASCA AL FINAL DEL MILENIO (jon kortazar)

LA POESÍA SI ES QUE EXISTE (kepa murua)
El dilema es el temor a lo desconocido, el dilema en la vida es cómo vivir antes de que nos llegue la muerte, el dilema en la creación es cómo decir lo que a menudo no podemos explicar con palabras, cómo mostrar lo que acontece en el mundo de los sentimientos y cómo ocultar en el entramado de la verdad y la mentira lo que nos concierne a la hora de retratar lo que nos rodea. Describir el paisaje de la mirada y tocar con la imaginación numerosas realidades que en principio sólo se descubren con la palabra es recorrer el trayecto con la memoria asomándose al vacío. Pero el auténtico dilema sigue con la muerte. Podrías desear la paz y hacer la guerra, podrías amar a las personas que te rodean, odiar a las que te hiceron daño, olvidar a unos y otros cerrando a la memoria la nostalgia de lo que pudo ser y no ha sido, pero el dilema comprende el rastro de lo que perdiste con el camino emprendido en el intento. Querrás olvidarlo todo, mentirte una vez más, creer como verdad absoluta lo que sabes que no es cierto, y quizás lo escribas algún día antes de que el olvido te cierre sus puertas, ante una realidad que sin serlo te satisface por el mero hecho de explicarla con palabras. Es el temor a enfrentarse ante un espejo que retoca el rostro con todas sus arrugas y reconocer el dilema de la duda por lo que escribiste y has escrito. En la vida como en la muerte las cosas no son como el hombre pretende a su imagen y semejanza, a su antojo. Pero el dilema, cuando te rodea la muerte, cuando te ataca la nada, es la verdad de esa aseveración que llamando a las cosas por su nombre, disfraza con otras palabras los hechos..
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SANDOR MARAI (borja de miguel)
Después de más de cuarenta años sin verse, el general y Konrád se encuentran en la mansión de aquél, un pequeño castillo de caza en Hungría, para aclarar el secreto que ha guiado sus vidas. Este reencuentro (esta cuenta pendiente) es lo único que les empuja a seguir viviendo ahora que no son más que un par de ancianos. Konrád llega en el carruaje. El general ha dispuesto todo como la última vez que se vieron, cenando en aquella misma sala. Sólo falta Krisztina.
Con este pretexto, Sándor Márai comienza esta novela y desde el primer momento los interrogantes abiertos atrapan el interés del lector. La trama va creciendo, imágenes meticulosamente descritas van creando la atmósfera necesaria, surge una narración al detalle en la que Márai se regodea y a la que sabe dar una trascendencia y significado asombrosos. Un silbido o el ligero movimiento de un brazo un instante antes o un instante después, lleva a reflexiones (casi obsesivas) con las que el general pretende aclarar ese secreto, el secreto de sus vidas. Durante casi doscientas páginas rozamos esa verdad.

Sin embargo, no es la trama el mayor acierto de la novela. El misterio y el secreto de estos dos ancianos casi llega a ser un juego si se compara con los particulares pensamientos que Sándor Márai desarrolla en boca del general. Así, la práctica totalidad del libro es un inmenso monólogo con el que, al hablar el general a Konrád, Márai se comunica directamente con el lector. Las ideas llegan con intensidad. Con una carga moral realmente meditada y comprometida, el autor habla del amor, de la amistad, de la infidelidad y, en su caso, de los culpables o responsables de ella. Estos temas, a pesar de ser universales, encuentran en este libro un tratamiento diferente, original. La novela es casi un pretexto para mostrar su pensamiento, un pensamiento altamente autocrítico y comprensivo que es el que realmente hace a este texto interesante.
También toca (roza, o se le escapa inconscientemente) el tema del arte, el ejército, la patria... (nacido en Hungría, se exilió voluntariamente en Alemania y Francia durante el régimen de Horthy y, con la llegada del régimen comunista, emigró definitivamente a los Estados Unidos).

Más de cincuenta años después de haber sido escrita, esta curiosa novela ve la luz y se convierte en número uno en ventas y obtiene el “Premi Llibreter Narrativa 2000”. Desgraciadamente, Márai no pudo disfrutar de este éxito al quitarse la vida en San Diego, en 1.989.
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LEER A OSCURAS (josé lezama)
La barricada y la ley del silencio

(Reseña crítica de La barricada silenciosa, de varios autores checo-eslovacos)

Bajo el título genérico de La barricada silenciosa, breve antología de narrativa checo-eslovaca para nostálgicos, la editorial cubana “Gente Nueva” reunía en el año del Triunfo de la Revolución Popular Sandinista -cuyo órgano de prensa fuera también Barricada- cuatro relatos de Jan Drda, Ludvík Askenazi, Jan Weiss y Jiri Marek, autores todos ellos comprometidos con la revolución en su país de origen.

El primero de los cuentos, La barricada silenciosa, perteneciente al libro del mismo título de Jan DRDA, es un homenaje a la solidaridad internacionalista en la lucha de liberación contra la ocupación nazi de Checoeslovaquia.

Con su pulso firme, prosa encendida y estilo ardiente -no exento de fogonazos poéticos-, Drda exalta el arrojo y la entrega -el heroísmo- de aquellos miembros de las brigadas, entre los que destaca el partisano checo Franta Kroupa: “Porque él defiende dos ríos: el Vltava y el Manzanares. Y no obstante, todo es igual: Madrid y Praga. Un buen día tendríamos que luchar contra ellos: contra Franco y sus mercenarios moros, contra Hitler y sus s.s.” No pasarán. Barricada silenciosa. Barricada muerta.

En El resplandor, incluido en su obra Cienfuegos, ASKENAZI narra en tono paternal el relevo generacional de la clase trabajadora al frente de la empresa metalúrgica, en la barricada silenciosa del trabajo diario, en aras del progreso.

Y como contrapunto al resplandor en la oscuridad de la colada del horno de fundición, el dramático alegato antibelicista -antimilitarista- de una madre en Relato de una madre de Jiri MAREK, relato epistolar en que confluye la ternura ingenuista, luminosa y casi naïf, del recuerdo del hijo desaparecido, con los tintes sombríos, casi expresionistas, del grito desgarrado y la desesperación de la madre, tras la barricada enmudecida del dolor y la muerte: “Me llamo María, me llamo Katia, me llamo Raquel, me llamo Penélope. Tengo mil nombres y soy la madre eterna del universo entero”.

Por último, Fidelidad, el cuento más extenso y obra de Jan WEISS -el más veterano de los autores recopilados en esta ocasión-, relata el lento proceso de toma de conciencia de una trabajadora del campo, sometida a los valores tradicionales y a un servilismo que se diría ancestral, en la barricada silenciada por el temor y el miedo, antes de incorporarse a la nueva sociedad.

Liquidado ya el régimen comunista, en este año 2000 de democracia burguesa -democrática y democrítica- y reprivatización, en el que las repúblicas checa y eslovaca son haciendas en venta a merced de las empresas multinacionales -y la celebración de los encuentros de la globalización económica en Praga constituyen una buena muestra-,ambos pueblos de esa república desmembrada por bipartición, poseídos por una desesperada voluntad de amnesia, desmemoriados perdidos, ven alzarse una barricada de silencio frente al telón de terciopelo de la Restauración.

Una barricada muda frente a la cortina de humo del escenario del Gran Teatro del Mundo en que se representaba -al igual que en estas recientes elecciones en Yugoeslavia-, de la mano del dramaturgo Václav Hável -histrión del capitalismo internacional-, el auto sacramental de la consagración de la Democracia Universal.

Cuando el silencio y el olvido, ese enmudecimiento de la memoria, -y “la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido”, escribió una vez Milan Kundera, el disidente checo, en un libro de risa sobre el olvido-, parecen correr un tupido velo sobre el pasado, haciendo borrón y cuenta nueva de la Historia, no estaría de más echar una ojeada otra vez al otro lado de la barricada silenciosa, hojear las páginas calladas de los cuentos -las voces acalladas de estos cuentos, parapetados tras la barricada literaria-, ver, oir y volver a callar.

Dar la callada por respuesta. Esa parece ser la consigna. Tras la barricada reina el silencio.

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EL QUINTACOLUMNISTA (luis arturo hernández)
EL MUNDO, EL DESEO Y LA CARNE

(Reseña crítica de El carnicero, de Alina Reyes, Ed. Grijalbo.)

Aquella muchacha no me había dejado ni el más pequeño intersticio a través del cual poder apreciar el relámpago de su desnudez. Y de repente el miedo la abrió como el cuchillo de un carnicero. Me pareció como si estuviera ante mí igual que una ternera abierta en canal, colgada de un gancho en una carnicería.
Milan Kundera, El libro de la risa y el olvido

¿Quién dijo que la carne es triste? La carne no es triste, es siniestra. Permanece a la izquierda de nuestra alma, nos asalta en nuestras horas más perdidas, nos arrastra por anchos mares, nos hace naufragar y nos salva; la carne es nuestra guía, nuestra luz negra y densa, el pozo de atracción en el que nuestra vida se desliza en espiral, succionada hasta el vértigo.
Alina Reyes, El carnicero

EL VIEJO MUNDO, EL DOMINIO Y LA CARNE
Si el amor es, como asegura sabia y acertadamente Denis de Rougemont en El Amor y Occidente -OCcidente, debieramos escribir-, la manifestación moderna de la religiosidad europea -ya sea en su versión ortodoxa del ágape matrimonial, ya en la heterodoxa de la pasión erótica-, la novela de Alina Reyes El carnicero va más allá del amor, y en su camino de perfección la joven protagonista transpasa las puertas del sexo para alcanzar la revelación mística del Deseo.
El amor profano, carente de placer, hacia el joven Daniel -con su carga añadida de dominación sexual sobre la mujer-, deberá ser sacrificado en el altar del goce sexual, en aras de la epifanía del cuerpo, para que la protagonista, liberada de la esclavitud del amor, acceda a la magia del deseo, al verdadero gozo sagrado del erotismo, que a diferencia de la pornografía -y en palabras de Iris Zavala- deja en suspenso las relaciones de dominio del varón sobre la mujer.
La novela, dividida en dos partes, arranca del sentimiento del amor -amor propio de la masturbación-, como vía purgativa para alcanzar, por medio de la sensación, la iluminación del deseo insatisfecho de una mujer enamorada, y poder abrirse, en las moradas de la experiencia muda de la vía unitiva, a la satisfacción del gozo en la plenitud del Deseo.
La palabra de los personajes sufre, al mismo tiempo, una depuración paralela, propia de la ascesis del Verbo. Y así, la plegaria del amor a Daniel se vuelve obscenidad en labios del carnicero, antes de enmudecer y caer en el estado de mutismo absoluto propio de lo inefable. El mudo, el deseo y la carne.
Sentimiento, sensación y razón confluyen de manera indiferenciada en el relato de la conformación de una emoción, que responde al más fresco -y depurado al mismo tiempo- irracionalismo poético contemporáneo.
Eros y Thanatos discurrirán paralelos a lo largo del relato para confluir en su centro, al final de la primera parte, cuando se consume el sacrificio simbólico del amor de ambos jóvenes: “Cuando el carnicero pase sobre mí su cuerpo gordo asesinará tu cuerpo delgado y firme (...) Cuando el carnicero esté en mi cuerpo Daniel estaremos muertos nuestra historia estará muerta (...) y el carnicero hendirá mi vientre con su hoja muy afilada (...) y ni tú ni yo existiremos estaré bien”.
Sin embargo, la presencia de la muerte asoma por doquier ya desde el comienzo de la novela. Las veladas alusiones a la experiencia del matadero como pasado insondable y remoto del carnicero, la carnicería -repleta de carne muerta- como cementerio o el bosque de cadáveres abiertos en canal de la cámara frigorífica, despiertan el instinto del carnicero y de la joven estudiante, y el olor de la sangre -la cortada del carnicero, la amenaza de muerte al empleado- enciende el deseo, carnal y cárnico a la vez, de ambos amantes antes de responder a la llamada de la carne. El mundo, el demonio y la carne.
La carne encarnada, la pura blancura del alicatado hasta el techo y los cuchillos afilados sobre el tajo adquieren una dimensión simbólica que tiñe de erotismo el relato hasta empaparlo definitivamente en el particular Déjeuner sur l’herbe de los empleados de la carnicería con que se cierra la primera parte de la novela y donde todo, desde los alimentos al paisaje pasado por agua, se va electrizando de deseo hasta que, con la descarga de la tormenta, la lluvia borra el pasado atormentado y extiende, a medida que va cayendo, una cortina de agua entre ambas partes que difumina la imagen del cuadro del mundo.
El relato del descubrimiento del placer por parte de la estudiante de Bellas Artes - que trabaja de cajera en una carnicería- a manos del carnicero, escrito en forma de primera persona autobiográfica, a la manera de las anotaciones de un diario, se entrecruza con la historia sentimental de la joven, mediante la carta de despedida dirigida a su amigo Daniel, entreverándose con ella, para constituir una narración fragmentaria, cuyo ritmo se va acelerando a medida que el deseo se acrecienta en la mujer, hasta convertirse en un monólogo interior y exterior a la vez -un secreto a voces de la historia de su intimidad-,atomizado en breves resplandores -destellos relampagueantes de poesía-, a medida que aumente la turbación en ella, a punto de desatarse la tormenta de la emoción.
Para la joven pintora enamorada, que contempla el mundo de los otros desde un confuso sentimiento de amor y odio, la ironía -rayana en ocasiones en el escarnio- resulta ser la distancia más adecuada para observar a la gente, el tono más propio para enjuiciar a los demás -los clientes de la tienda o sus propios amigos- desde la luz negra y sangrante del mundo de la carnicería.
La imposibilidad de aprehender el mundo -”Yo deseaba concentrar el mundo, hacerme con él y meterlo entero en el menor espacio posible (...) ¿No somos ridículos queriendo apoderarnos del mundo con nuestras plumas y nuestros pinceles en la mano derecha? El mundo no nos conoce, el mundo se nos escapa”- lleva a la protagonista a entregarse en brazos del varón maduro -”El carnicero vivía para la carne. Pero el carnicero es todo carne y tiene el alma de un niño”-, y a sucumbir a ese deseo -”nuestro juego, nuestro precioso invento para hacer desaparecer el mundo”-, para hacerlo reaparecer después, renaciendo con él para poder aprender de él. ¿Indecencia docente o decente indocencia? Docere cum delectare. Enseñar deleitando, hablando en buen romance.
El mundo, así, es flor y fruto, y la vida, la fruta carnosa que se ofrece a la mujer para ser explorada, desentrañada y gozada en su viaje.
La rosa, símbolo de lo absoluto y la perfección y, asímismo, emblema de belleza enigmática, efímera y perecedera, del mundo, se nos presenta en El carnicero, de la mano de Alina Reyes, como símbolo femenino de placer, de saber y de misterio de la naturaleza, y algo que la mujer no debe conformarse con imitar, sino que ha de intentar emular, recrear recreándose en ello y disfrutar al fin. Carpe diem.
UN MUNDO NUEVO, EL DESEO Y LA CARNE
La búsqueda del Paraíso del gozo se nos ofrece en El carnicero bajo la especie de un viaje iniciático a través de los cuatro elementos.
El breviario de podredumbre de la vida se convierte en cuaderno de bitácora del cuerpo en una singladura que, abandonando el mundo inmundo de la Tierra -esa inmundicia de la muerte- en el tanatorio animal de la carnicería -expresivo relieve de descarnada iconografía sexual-, lleva a cabo un descenso imaginario a las aguas primigenias del origen, sumergiéndose a través de una visión onírica -pesadilla de tintes surrealistas- en las profundidades abisales del mar, para elevarse hacia las alturas siderales del espacio aéreo a través de los cielos del éter y alcanzar en la armonía del Cosmos la comunión con el Todo en la Nada.
El carnicero, experto oficiante de la fría carne muerta, se vuelve hierofante de sangre caliente en el ritual de la carne, su sumo sacerdote por y para ella -la carne mortal y rosa “hecha para ser habitada”-, ardiendo ambos en carne viva, abrasados y consumidos en el fuego del deseo hasta la consumación de los tiempos.
A través de un flujo de conciencia en que van brotando, a ritmo casi biológico, recuerdos, fantasías y alucinaciones, culmina el periplo en la muerte y resurrección de la carne.
Lejanas y olvidadas ya la asepsia de la carnicería -Templo de la Carne- y la profilaxis del cuarto de baño -capilla y sagrario, sancta sanctorum del Cuerpo-, cuya blancura significa precisamente la purificación de la carne, la protagonista asiste a la ceremonia de la reencarnación en la oscuridad del Bosque de la Noche -su Noche Sagrada-.
La Danza de la Muerte, en la que la juventud encarna la muerte, revela no sólo que la vida es una mascarada, sino también que la personalidad es una máscara y nuestra única identidad, el sexo. “Entonces vi encima de mí la calavera. Grité, y el chico también gritó, arrojándome su esperma en el vientre”-lugar donde confluyen la vida y la muerte, eros y thanatos confundidos en una fusión de contrarios, que no son sino la cara y la cruz de la vida, el derecho y el revés de la existencia-.
Al amanecer, la luz del nuevo día alumbrará una nueva era, tras el regreso a la tierra y el retorno a la sepultura, y el personaje femenino volverá a recorrer la escala natural, desde el estadio de larva al de reptil, pasando por el mamífero, hasta recuperar su condición humana y renacer como una mujer nueva.
El desenlace adquiere resonancias bíblicas e invita a leer de nuevo El carnicero como una paráfrasis del Génesis y una feliz alegoría -naïf y desenfadada a la vez- de nuestra dichosa cultura judeo-cristiana -”Pintaría un barco y cuando volviera a llover yo estaría dispuesta. Subiría a bordo los animales de la tierra y un carnicero y navegaríamos juntos durante todo el diluvio”-.
Con un guiño de complicidad, entre burlona e ingenua, la autora -Alina Reyes- proclama a los cuatro puntos cardinales que el mundo es una fruta comestible y parece invitarnos mutatis mutandis, al final de su historia, a reincidir una vez más en el pecado original.
La concepción narrativa de El carnicero, y la original configuración poética de su ópera prima, supone la confirmación de la autora en la fe de las Bellas Letras.
Y, dando la réplica a la sentencia evangélica -”El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”-, nos atrevemos a decir que la Carne se hizo verbo y habitó en los entresijos de la palabra de Alina Reyes.

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CARTAS DEL NORTE (jose luis garcía fernández)
Conjurando demonios

La lectura de cualquiera de las obras del "Nobel" colombiano Gabriel García Marquez, no viene exenta generalmente de un halo de misteriosa incredulidad. "¿Cómo se le habrá ocurrido este acontecimiento", se pregunta el sufrido lector. O, "¿cuál fue la génesis de este suceso, o la definición de aquel otro personaje?".
La mayor parte de las veces, estos misterios se quedan en la trastienda del autor, allá donde lentamente se van acumulando un poco de geografía humana, imprescindible para la realización de una novela de varios cientos de páginas y personajes, un tanto de anécdotas, tan reales como lo pudieran ser las propias del escritor, quien según va adelantando y prefigurando su obra, recuerda con ternura los buenos y los malos momentos por los que pasó en su infancia, y un mucho de talento, tan necesario en estos tiempos de ambivalencia cultural, para cuadrar y enmarcar una historia de pasiones, enredos y venganzas, sin el cual sería prácticamente imposible llevar a buen término la empresa propuesta.
Es por eso, que una de las anécdotas más curiosas que recuerdo de Gabo, al hilo de su escritura de Cien años de soledad, fue cuando le preguntaron por el motivo de que le hubiese dotado a uno de los personajes en un momento de la novela, (no recuerdo a cual), con toda una suerte de golondrinos de difícil clasificación.

- Mire usted - contestó sin inmutarse - recuerdo que por aquel entonces yo escribía en una vieja Olivetti, y que me habían salido en las sobaqueras unos extraños bultos que se empeñaron en crecer hasta tal punto que cuando trabajaba sólo podía mantener los brazos levantados como un pájaro presto a volar. Más tarde supe que aquellos bultos recibían el nombre de "golondrinos", y no se me ocurrió mejor manera de eliminarlos, que traspasándoselos a uno de los personajes de la novela. Y, créame usted, que realmente funcionó. No sólo desaparecieron de mis sobacos, sino que nunca más padecí tan molesta dolencia.

Pero como la realidad acostumbra a superar a menudo a la ficción, en uno de esos talleres literarios cuyas trascripciones ha editado tan oportunamente Ollero & Ramos, recordaba Gabo como escribiendo El otoño del patriarca se le ocurrió imaginar un atentado que poco o nada tuviera que ver con los modelos que habitualmente se conocían. Nació así un magnicidio, que posteriormente pretendía incluir en la novela, que básicamente respondía al modelo siguiente: alguien, le ponía al dictador una carga de dinamita en su coche, con tan mala fortuna que aquella mañana es su esposa quien lo coge para irse de compras. A mitad del trayecto, el coche estalla y termina su recorrido en lo alto del mercado. Una situación tan aparentemente sencilla, que sin embargo se vería truncada de raíz meses después, cuando ya la obra estaba prácticamente ultimada y a punto de ser enviada a imprenta, por un suceso francamente similar, lo que lo lleva a cambiar tanto de escenario, como de procedimiento operativo. Así, Gabo abandonó el coche y con toda la parafernalia surrealista que había creado en la novela se inventó a unos perros carniceros especialmente entrenados para matar, algo, por cierto, muy verosímil hoy en día, que se abalanzan sobre la mujer del dictador cuando llega al mercado, y la despedazan en mil pedazos. Gabo siempre recuerda que le fastidió especialmente el haber tenido que renunciar al atentado del coche, aunque hay que reconocer que con el nuevo suceso, la novela mantuvo su espíritu.
¿Salió ganando la novela con la nueva dimensión que le dio el autor?. Es difícil precisarlo con exactitud, toda vez que es el propio autor quien acostumbra a referirse a ello con insistencia, quizás buscando una manera de exorcizar sus viejos temores. Pero lo que es cierto es que todo novelista, articulista, ensayista o crítico literario, cuando se encara a un trabajo, no hace sino utilizar los recursos que previamente han utilizado otros ya desde la antigüedad, recursos tanto escritos como hablados, y que cuando ese trabajo lo traslada a un papel que posteriormente habrá de ser leído por miles, o millones de lectores, no hace sino conjurar constantemente a sus demonios, no vayan estos en el último momento, como casi le sucede a Gabriel García Marquez, a jugarle una mala pasada.

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BESTIARIO (josé morella miranda)
Sólo podemos alegrarnos al saber que la editorial Lumen acaba de anunciar hace unos días la próxima publicación de las obras completas de la argentina Alejandra Pizarnik. Esto sí que es una buena noticia. Hasta ahora era imposible encontrar esos escritos en nuestro país, porque la edición (muy poco rigurosa) de la editorial argentina Corregidor jamás llegó a estos lares. Hasta hace poco sólo se podía disfrutar de esta poeta (que no poetisa) en una selección que hace años preparó Visor, y que tituló Extracción de la piedra de la locura. Os animo a que la descubráis ahora, si es que no la conocéis ya. A pesar de que muriese con apenas treinta y seis años, su evolución poética fue rotundamente radical y veloz.

Cada uno de sus textos, desde el primero, El árbol de Diana, escrito en 1962, hasta los últimos poemas que dejó escritos el mes de su muerte, diez años más tarde, en el pizarrón de su cuarto, marcan la huella de un recorrido lúcidamente arriesgado que no deja ningún resquicio a lo fácil, a lo comercial, casi a lo humano. Su mismidad radical la llevaba a escribir lo que necesitaba, a vivir la escritura, sin pensar jamás en los lectores, o eso parecía. Como si quisiese explicarse sólo a sí misma. Quizá por eso nos explicó a tantos tantas cosas. No buscaba acólitos, y quizá por eso tiene tantos y tan convencidos, aunque no precisamente en España. Su poesía, una mirada lúgubre pero clarividente sobre la muerte a través del espejo lúcido de la melancolía, rebosa a la vez de libertad.

La melancolía de la que hablamos arrasó la vida de la poeta a la vez que la sembraba de la más auténtica creatividad, la más originaria, la más terrible, aquella que procede del ansia por el infinito. Su último paso, su última obra, fue dejar de escribir. No se podía retorcer ya más el lenguaje (basta un vistazo a La bucanera de Pernambuco para darse cuenta), no se podía saber ya más. La seducción por el conocimiento de la verdadera muerte no debía esperar. En septiembre de 1972 se ahogó en barbitúricos, dejándonos la sospecha de que, en realidad, acababa su vida con su obra, como si en su locura habitase la más meridiana justa medida de los antiguos griegos: que no sobre vida cuando ya hemos cumplido el cometido.

Comentaremos sólo uno de sus textos, aunque cualquiera valdría la pena. Se trata de La Condesa sangrienta, obra de unas características muy especiales. Si toda la obra de la poeta puede ser leída como un interminable recorrido por la muerte (no como idea, sino como algo concreto, alcanzable, constantemente nombrada por su afuera, bordeándola, amándola en su inefabilidad, algo que salvaría al yo poético de la tremenda caída que significa el nacimiento, del sufrimiento que es esencial al ser; por ejemplo, Mañana / me vestirán con cenizas al alba, (...) aprenderé a dormir / en la memoria de un muro, o explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un barco llevándome), en la obra que nos ocupa la muerte se vuelve protagonista absoluta, personificándose. Hablando, actuando. Se tiene la sensación de estar leyendo algo así como un “texto-cadáver” o un “cadáver textual”. De estar hablando con un muerto vivo, vivo en tanto que escribe, porque sólo los vivos escriben.

Esa es una de las definiciones, según Julia Kristeva, de la melancolía: durante el periodo melancólico, la persona se hace la muerta, se convierte en un cadáver viviente. No quiere nada, no piensa nada. No quiere vivir, pero vive porque tampoco quiere darse muerte. Quiere la muerte en sí misma. Es lo que hoy llamamos depresión, pero ya se sabe que las palabras cambian con el tiempo y el tiempo con las palabras, y todo es parecido pero distinto. El melancólico se hace límite entre lo vivo y lo muerto. Además es sutil, lúcido; puede ser muy culto. Eso se lo da la lentitud de los muertos. Ahí tenemos al Conde Drácula de la novela de Stoker, con esa inmensa y cuidada biblioteca que deslumbra a sus invitados. Pocos personajes son tan melancólicos como los góticos: el Heathcliff de Cumbres Borrascosas, Víctor Frankenstein (también sabio, admirador de Paracelso) y su monstruo, el mismo Drácula. Son todos lúcidos y terribles, y todos parecen absolutamente deprimidos, tristes. Siempre están entre la vida y la muerte, o al menos entre la visibilidad (violenta) y la invisibilidad (pacífica).

Incluso Hamlet, al que sus iluminadas palabras conducen a la muerte a velocidad de vértigo. Son todos muertos vivos. Pues bien, a la luz de estas cosas se puede leer (yo opto por leer) La condesa sangrienta, que entronca directamente con la tradición gótica. La historia no es original de Pizarnik (Alejandra también juega a ser vampira, a nutrirse de los otros); la toma de una novela homónima de Valentine Penrose, que fue un libro de culto entre unos pocos intelectuales iniciados en el París de los cincuenta, entre los que estaban la misma Alejandra, Octavio Paz y Julio Cortázar, por citar algunos. Pero Valentine Penrose tampoco se inventó nada. Lo que se cuenta es una historia real. Se trata de la vida y la muerte de la condesa Erzébet Bathory, que torturó y asesinó a seiscientas cincuenta muchachas jóvenes en el sótano de su castillo transilvano de Csejthe, en el siglo dieciséis.

Valentine Penrose viajó hasta los Cárpatos para recoger toda la documentación de ese personaje real, que tuvo un juicio y fue condenada a muerte, para poder escribir la novela. Se trata, grosso modo, del reverso genérico del Conde Drácula, pero sin ambages sobrenaturales y totalmente cierto. Si el texto de Penrose (disponible en Siruela) ya es asombroso en sí mismo, lo que hace con él Alejandra Pizarnik roza es sublime. Lo transforma en otra cosa, mucho más profunda. En una obra de una fiereza metafísica escalofriante, donde el placer del mal se convierte en una perfecta máquina para medir la capacidad (por llamarla de algún modo) de sentir lo estético en el alma humana. Y esta capacidad acaba siendo tal que la máquina se rompe. No sirve. Si sirviera, sería la muerte misma, y aún no es eso. Sólo es un texto, un simulacro. La primera transformación es de género: convierte un texto narrrativo en algo que no cabe bajo ninguna etiqueta genérica. Un conjunto de pequeños textos yuxtapuestos, con títulos individuales e inteligentes epígrafes, que, como en un storyboard de palabras, congela imágenes de las diversas torturas que la Condesa infligía a sus víctimas: muerte por agua, la virgen de hierro, las torturas clásicas, la jaula mortal... En ellos se muestra más que se narra, como si se tratara de un álbum de fotos de los momentos más intensos del texto de Penrose (y todo el que haya leído a Susan Sontag sabe que las fotos son objetos melancólicos, medidores de tiempo).

De esa manera Alejandra une los textos directamente al tema de la tortura, la crueldad, mezclándolos con la melancolía de la Condesa, que busca la vida eterna: el conocimiento final. A diferencia de Penrose, hace de la maldad un tema de pensamiento, de autoreconocimiento. La Condesa sólo puede no morir siendo ella misma la muerte, porque sólo la muerte no muere; así que dedica la vida a la repetición constante del acto de dar muerte: sólo ese fantaseo realizado la alivia de su tristeza. Vive en una morada-espejo, el espejo e la melancolía, como la madrastra de Blancanieves, en un castillo mudo donde no se oyen los gritos de terror de sus víctimas. Esta repetitividad del mal es la misma que la de Sade, la de Lautremont, la de Sacher Masoch o la de Gilles de Rais. Y como en ellos, encierra una relación directa con el conocimiento y con la belleza: el mal es estética y filosóficamente más rentable que el bien. Toda filosofía podría ser una respuesta al mal, y todo arte su representación o un espejo de ésta.

Sartre lo dice a su manera, vía Alejandra: el criminal no hace la belleza; el criminal es la belleza. Esta condesa, que ha conocido el mal hasta sus recovecos más definitivos, le sirve a la Pizarnik para intentar hacer un estudio serio sobre la melancolía. Todos los melancólicos estudian la melancolía, sus causas, sus matices: Baudelaire, Benjamin, Kierkeegard, Poe, Keats y tantos otros... Hacen como Robert Burton, médico isabelino que sufrió de este mal (en su tiempo se trataba como una enfermedad del cuerpo, mediante la teoría de los humores) y que pasó sus días escribiendo sobre él y tratando de encontrar su curación. Su obra magna se llama Anathomy of Melancholy, y es una dulcísima taxonomía imprescindible para entender algo sobre todo este lío gótico. En ella se explica como en la Edad Media ser melancólico significaba “estar poseído por el demonio”, es decir, por el mal mismo. No es casual que el demonio viva en los espejos, ni ahora somos tan distintos de los medievales.

Octavio Paz, hablando de los demonios en Dostoievski, nos dice que “endemoniado”, en las novelas del ruso, es aquel que se da cuenta de tener la conciencia escindida. De que hay un yo pensante que piensa todo el tiempo a su yo actuante, una identidad que se espía a sí misma, con lo cual se duda de todo. Hasta de Dios. En definitiva, el sujeto moderno, aquel susceptible de deprimirse sin motivo aparente. Raskolnikov, Joyce, Alejandra Pizarnik, todos nosotros. Aquí la podemos escuchar diciendo No puedo hablar con mi voz sino con mis voces, o La muerte siempre al lado / escucho su decir / sólo me oigo. Para terminar, una curiosidad. Julio Cortázar también se fascinó con la Condesa: la podemos encontrar como personaje suyo en 62/Modelo para armar.

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