Enrique Gutiérrez Ordorika

EL CORAZON DE LAS TINIEBLAS

Como el capitán Marlow, ese personaje de mirada dubitativa que ejerce de narrador en el relato de El Corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, nos hemos perdido en el asombro, un asombro -en esta ocasión mediático- en el que resuena toda una multitud de corazones huecos fascinados por la visión del horror. Un horror emitido decenas de veces por televisión, con dos Boeing repletos de pasajeros colisionando contra las Torres Gemelas de NewYork y sepultando entre sus escombros a miles de inocentes, en lo que algunos han considerado el mayor ataque sufrido jamás por "nuestra civilización". Y como ese asombrado capitán Marlow tenemos que adentrarnos en la más tenebrosa oscuridad e intentar sobreponernos a esa terrible visión para descubrir, detrás del rostro mediático de ese horror tan nebuloso como aterrador, algo que nos permita comprender e hilvanar alguna respuesta que trascienda lo propagandístico, algo que nos libere de la inquietud y los fatalismos que tienden a reproducir ese fácil discurso maniqueo de un mundo dividido en malos y buenos.

Nosotros, incorregibles desmemoriados, somos hijos orgullosos de un siglo XX en el que la inhumanidad y la barbarie alcanzaron proporciones que antes eran desconocidas. Las ingentes matanzas de dos guerras mundiales, los millones de víctimas del exterminio nazi y las purgas estalinistas, las bombas nucleares lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki –probablemente el acto de terror más descomunal y más maquillado de la historia-, el genocidio de la guerra de Vietnam o la condena a la miseria al tercer mundo son solamente algunos de los sinónimos de los horrores que se esconden debajo del pavimento que oculta el cercano pasado de una civilización occidental que presume de grandes logros y tiende a olvidar su responsabilidad en conflictos que nacieron o se agravaron con el constante concurso de su enorme avaricia y sus numerosos excesos. Hay quienes incluso parecen haber descubierto su indignación el pasado 11 de septiembre, como si los listados de inocentes masacrados no estuvieran vigentes en el mundo el día anterior.

No puede dejar de llamar a la reflexión el que, iniciado el tercer milenio, no haya sido ningún sofisticado misil intercontinental ni ninguna bomba de ultimísima tecnología los que hayan puesto en evidencia la vulnerabilidad del poderoso primer mundo sino la simple determinación a morir de un puñado de fanáticos armados con sencillos cuchillos de cocina. Como resulta enormemente significativo, por el paradójico y desconcertante simbolismo que encierra, el que la periodísticamente bautizada por algunos como la primera guerra del siglo XXI, vaya a tener como principales contendientes a EE.UU, la potencia militar más poderosa de toda la historia de la humanidad y a Afganistán, el país más paupérrimo de la tierra. Ante esto, cabe la duda de si recordar ahora el bello grito antifundamentalista de Nietzsche: "¡Enemigos, no hay enemigo!" se correspondería con una irónica evidencia o con un sarcasmo grotesco. Aunque el filósofo alemán hace ya mucho tiempo que proclamara la muerte de Dios para denunciar la crisis de los valores de la civilización occidental, Bush asegura que el todopoderoso está de su lado y parece decidido a bombardear el pedregoso país de Zaratustra. La guerra que se anuncia no puede ser más ambiciosa; se busca a un supermalvado digno de figurar en un cómic del capitán América, al mismísimo Satán, alias Bin Laden, vivo o muerto.

Sin embargo, la figura del declarado por designada aclamación príncipe de las tinieblas, un fundamentalista islámico adinerado y culto, que al parecer va a servir de cobertura para una cruzada de justicia infinita, se corresponde mucho menos con la figura de un demonio o de un ángel caído que con la de una especie de nuevo Golem. Es decir, un hombre artificial, una criatura creada por alguien para que efectúe trabajos pesados o quizás para que resuelva asuntos sucios. Según el conocido relato de Gustav Meyrink, el Golem era una criatura construida con barro a la que daba vida una inscripción mágica que se le colocaba detrás de los dientes. Un noche, al acostarse, a su creador se le olvidó retirar la inscripción y el Golem se escapó a recorrer las callejuelas oscuras, destrozando a todos los infelices que se le ponían delante.

Osama Bin Laden, como sus anfitriones, los integristas talibanes, hoy serían inconcebibles sin los antiguos apoyos de los antidemocráticos gobiernos del general Musharraf en Pakistán o de la corrupta monarquía de Arabia Saudí, regímenes a los que Bush agradece las ayudas prestadas , y que fueron anteriormente los suministradores de la arcilla con la que los servicios secretos americanos moldearon el Golem que ha terminado embistiendo contra sus antiguos amos. Esto lleva a plantear que si los gobernantes americanos verdaderamente hubieran decidido terminar con los centros que patrocinan el terrorismo mundial, tal vez tuvieran que comenzar por bombardear ,en primer lugar, los despachos de loa jefes de la CIA en Langley.

La estampa de Kurtz, el agente comercial que protagoniza El corazón de la tinieblas y es enviado a explotar una estación colonial en la selvas del Congo, para las miradas que no profundizan en la oscuridad, pudiera confundirse con la de un abnegado filántropo cargado de ideas morales; como también el coronel Kurtz que protagonizó Marlon Brando en Apocalipsis Now, puede resultar un héroe sino se escarba debajo del brillo de sus condecoraciones de modélico marine. Pero si se remonta el río desde la desembocadura de las pesadillas hasta el corazón de las tinieblas -como hizo Francis Ford Coppola en el film inspirado en la obra de Conrad, para evidenciar la verdad de la intervención americana en Vietnam- , quizás descubramos que el verdadero horror se nos vuelve a ocultar detrás de las nacaradas sonrisas de los futuros héroes.

Fotografía: CNN