José Marzo

LA MÁS HERMOSA ARMONÍA

Todas las guerras se han amparado en una causa considerada justa o santa o verdadera. Pero nada entenderíamos si sólo escucháramos las palabras de los charlatanes, los discursos de los demagogos. Puesto que vamos a matar, declaman, nos consolaremos pensando que un dios dirige nuestras balas. Cualquier guerra es la lucha entre dos sujetos que se excluyen; cada uno de los combatientes está en posesión de la verdad, de modo que la exterminación de su enemigo será la expresión de un designio divino, superior e infinito.

Querría poder decir que el humanismo nació hace 2500 años en Éfeso. En aquella ciudad de Asia Menor, emplazamiento del templo de Artemisa, cruce de caminos y de pueblos entre oriente y occidente, el norte y el sur, el mundo persa y el griego, Heráclito dijo: “El sol, grande como el pie de un hombre”; y también: “Yo me escudriñé a mí mismo”.

Poco más de un centenar de fragmentos, algunos de autoría dudosa, nos han llegado de Heráclito, pero en ellos se afirman algunas verdades que la ciencia no ha podido refutar: ningún ser perdura eternamente y el mundo es diverso.

“No es posible bañarse dos veces en el mismo río”.

“Lo contrario se pone de acuerdo, y de lo diverso la más hermosa armonía”.

Existe la tendencia a tergiversar el pensamiento de los antiguos para respaldar con su autoridad nuestros propios pensamientos. En mi mesa, al pie de la ventana, tengo tres traducciones de sus fragmentos con sus respectivas interpretaciones, y la una difiere de las otras como un anciano del niño que fue. Esto, lejos de debilitar a Heráclito, vuelve a confirmarlo, porque alzo la vista y me digo que el sol que yo veo no es el mismo que contemplaron los tres traductores ni el que iluminaba las murallas de Éfeso: “El sol es nuevo cada día”.

Se ha dicho con frecuencia que Heráclito consagraba la guerra. Esto es cierto si nos atenemos al siguiente fragmento: “La guerra es el padre y el rey de todas las cosas. A algunos ha convertido en dioses, a otros en hombres, a algunos ha esclavizado y a otros ha liberado”.

Pero hay un elemento aún más importante en su escritos, y es la expresión de antinomias que reflejan no un combate a muerte entre identidades excluyentes, sino un juego de posiciones contrarias: “El camino que sube y el que baja son uno y el mismo”.

Por primera vez en la historia de la humanidad, se aunaban dos fórmulas para expresar una misma realidad, el camino, que es distinto para dos posiciones, pues para el hombre que asciende por él es una subida, y para el que lo desciende una bajada.

Las posiciones encontradas están llamadas a luchar y a contradecirse, y por eso Heráclito es el fundador de la dialéctica, el primer filósofo que debatió públicamente las posiciones de sus adversarios. Pero unas se alimentan a las otras, se necesitan, y la lucha no se produce entre realidades metafísicas, sino entre posiciones contingentes. Los combates de Heráclito no se establecen entre guerreros irreconciliables, sino entre luchadores sometidos a una ley común. Utilizaba un mismo término, “pólemos”, para referirse tanto a la guerra como al conflicto, y por esto quizá no llegó a vislumbrar las implicaciones futuras que anticipó genialmente: que las guerras nacen del deseo fanático de eliminar al enemigo, de la negación de la diversidad y la creencia ciega en la identidad, mientras que, por el contrario, la aceptación de la pluralidad, de la provisionalidad y del conflicto entre partes que, conscientes de la contingencia de sus posiciones, se reconocen como complementarias, está llamada a acabar con las guerras.

El humanismo no nació hace 2500 años, pero sí asomó entonces por primera vez la cabeza al mundo.

“Ellos no comprenden cómo los contrarios se funden en la unidad: armonía de tensiones opuestas como la del arco y la lira.”