Noviembre 2001

agustín vicente benito

Una soledad demasiado ruidosa

Genética y derechos, y ética y estética

La ética occidental contemporánea se estructura en torno a la idea de tener derechos. Un individuo puede hacer todo aquello que tiene derecho a hacer, y no debe hacer nada que vulnere los derechos de los otros individuos. En lo que se puede tomar como el origen visible de esta ética de derechos, la declaración francesa de los derechos del hombre, los derechos reconocidos como tales eran más bien exiguos: se trataba de derechos que el sentido común contempla como básicos, tales como el derecho a la vida, a la libre opinión, etc. Y lo mismo sucede con la posterior declaración universal de los derechos humanos. La intención de ambas declaraciones era trazar un límite no a las reclamaciones de derechos por parte de los sujetos, sino a la intrusión, en las vidas de los individuos, de poderes estatales, religiosos, etc. A ese fin, se proporcionaba un escudo protector, por así decir, cuyo arco estaba dado por los mencionados derechos básicos. Pero, desde luego, se trataba del límite mínimo. Los derechos del individuo, por lo demás, no tienen más límite que la colisión con los derechos de otros. Y existen en tanto no se produzca, o se pueda probar que muy plausiblemente se producirá, esa colisión con otros derechos. En un caso de colisión, se habrán de sopesar los derechos en juego, y calcular el número de individuos afectados, y decidir qué individuo tiene qué derecho. Esa es la que cabe llamar “dialéctica de los derechos”, y que podríamos resumir diciendo que no cabe negarle a nadie un cierto derecho a menos que se tenga un buen argumento que muestre su potencial peligro para derechos de igual o mayor valor de otros individuos.

Recientemente, el presidente del comité de bioética de los Estados Unidos sorprendió a muchos al considerar que las parejas tienen derecho a elegir el sexo de sus hijos. Matizaba que sólo en ciertos casos: por ejemplo, si una pareja había tenido ya un hijo varón, tenía derecho a pedir que se interviniera en el óvulo a fin de tener una hija. Estas cosas, sin duda, escandalizan a muchos, aún con el matiz. Pero no hay nada que puedan hacer. Nuestra ética ya no es una ética de virtudes, ni una ética de valores como la aceptación de lo que venga, o el sometimiento, salvo en casos excepcionales, a los dictados de la naturaleza o de Dios. Por eso, cualquier argumento que haga uso de supuestos pertenecientes a esas éticas no cuenta. Como mucho, tales argumentos son de índole estética, presentan un mundo tal vez más tranquilo, más armonioso, e invitan a vivir en él. Pero no tienen la fuerza de los mandatos. Un mandato, hoy en día, sólo puede basarse en la lesión real, o potencial, de derechos de individuos. Teniendo esto en cuenta, si hay algo que técnicamente se puede hacer, y no se percibe en ello una amenaza a los derechos de los individuos, entonces, por mucho que nos parezca un capricho estúpido, o contra natura, o lo que sea, el individuo que quiera hacer ese algo tiene pleno derecho a hacerlo. Parece que la elección del sexo de los hijos es uno de estos casos. Sólo se me ocurre un tipo de regulación que cabría imponer sobre este derecho, a saber, que los porcentajes de hombres y mujeres no se alteraran demasiado como resultado de su ejercicio, ya que una alteración así puede tener consecuencias desastrosas (antes de para la especie) para la convivencia, como Amin Maalouf describiera en El primer siglo después de Beatrice, o para la autoestima de los miembros de uno de los sexos (si las elecciones son masivamente del sexo contrario).

Quizás nos gustaría que las cosas no fueran como son, y que la ética de los derechos estuviera complementada con algunas reglas básicas sobre la buena vida. Sin embargo, es difícil pensar que pueda darse un cambio en este frente. Si cabe hablar en estos términos, la civilización occidental es una civilización optimista, emprendedora, que busca una mayor felicidad, en contraste con, por ejemplo, la oriental, más pesimista y preocupada por el sufrimiento que la vida trae consigo, y en conseguir llegar a un estado de simple no sufrimiento. La ética de los derechos parece la propia de una civilización, o cultura, o cosmovisión, como la nuestra, individualista y volcada en el progreso (demasiado lo uno y lo otro, tal vez). La ingeniería genética ha abierto un espacio de posibilidades técnicas cuya realización nos escandaliza cuando no nos aterra, pero lo que podemos hacer, cuando alguien descubre que, gracias a ellas, tiene un nuevo derecho, es poco, y además no es del dominio ético. Decir que es malo ser caprichosos, o que es mejor ser prudentes, o humildes, o que no debemos pedir lo que no necesitamos es, en tanto que afirmaciones pretendidamente éticas, todo ello falso. La mayor parte de nosotros rechaza de corazón la selección genética por venir, pero no contamos con argumentos para impedirla, más que vagas invocaciones al mito de Fausto, o al de Frankenstein, o admoniciones acerca de una posible estandarización del mundo. Nos parece feo que las parejas se sienten y, en lugar de conformarse con lo que venga y aprender a disfrutarlo, como se ha hecho hasta ahora salvo en casos excepcionales, intenten diseñar sus hijos a priori. Puede decirse que, en este sentido, nuestra ética nos genera una cierta insatisfacción. En ciertos momentos, puestos ante el espejo, comprobamos que nuestra ética es fea, o, al menos, demasiado permisiva con la fealdad. Pero no tenemos más opción que soportar esta tensión entre ética y criterios estéticos.

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