Noviembre 2001

Emergentes

inés matute
Ovejas, carneros en la luna

Los signos más antiguos siempre se dibujan en el firmamento, donde las osas grandes y chicas, los carros planos y resplandecientes, Rigil Kantarus con o sin sus centauros, barajan estrellas y agujeros negros. En aquel lejano viaje a Moscú alguien – ojos de miel de brezo, escamas de sirena- adquirió en un anticuario un juguete de madera ligera, tal vez boj o quizás palisandro, lo más lejano y diferente que encontró de una matrioshka. Kitai Gorod, Arbat, algún chamarilero poco escrupuloso de la Tverskaya Ulitsa. El juguete era un carnero de cuernos rojos y patas cortas, deforme, cabra Zeppelín, globo o engendro Botero. Supongo que le gustó aquel animal de pasado zarista, mascota o provisión andante de ruso blanco. O quizás le recordó al enérgico símbolo que representaba, en escala metafórica, su fecha de nacimiento. Extraño es el mundo de los carneros y los corderos, extraño es mi nombre, Agnus- Agnes, vehículo de pureza y otras inciertas lanas.

(Pienso en Gabriel y Galán, en sus Jurdanas y sus Galanas, la constante mención del cordero y sus entrañas)

Carneros, Azazel. Prefiero a los corderos. Por ser un símbolo de inocencia, los corderos fueron destinados al sacrificio a lo largo de todos los tiempos. Con los ojos entornados, me dice Llop que son la memoria de una paz clásica que remite a los versos de Horacio. Por la noche, en el campo, sólo sus esquilas y el canto de los grillos acompañan los sueños de los hombres y llenan el pozo de sus temores. Los viajeros de Argos navegaron en pos de su pelo, y también es el atributo del profeta del agua, aquel cuya cabeza se sirvió tibia en bandeja de plata. Y aún mucho antes, cuando los dioses y los reyes se confundían en la historia, y ésta se confundía con el origen del tiempo, su sangre salvó de la muerte a los primogénitos hebreos. Otro hebreo, siglos más tarde, se inmoló por orden de las alturas transformándose en un cordero, en un círculo de trigo blanco o en un insondable misterio. Y añade Llop, con su hieratismo de tótem y sus labios de rodaballo, que los corderos encierran todos los misterios, y que es un error comparar su mirada degollada a la de un enamorado. Animales estúpidos al borde del camino, restregando sus flancos contra el tronco de un olivo, como si la inteligencia fuera un todo y no cupiese chispa de sabiduría en el rumiar de sus hocicos. Supongo yo que la memoria del paraíso es cosa muy antigua, muy gustosa y no poco adictiva.

Sin embargo hay artistas que redimen a la bestia del gancho del carnicero, de un futuro de morralito lanudo o pantuflas rústicas de mercadillo; hay artistas que les dan un rostro, un marco, un poema y hasta una vida contemplativa en el silencio de los museos. En los ojos de estos carneros ya no anida el desconcierto, el polvo o la mansedumbre. En los ojos de estos seres está la llave del abismo, la letra del Gran Secreto.

Fotografías: D. Torrelló

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