Bestiariojosé morellaEs sabido de todos lo especiales que son las islas. Lo que representan. Crusoe, en su isla, es la vívida metáfora del anhelo que, a la vez, es angustia y desesperanza. ¿Quién no ha querido huir del ruido y de la gente, quién no ha querido quitarse su propio nombre y desprenderse de la imagen que tiene de sí mismo, esa que le persigue pegajosa como una sombra, para ser finalmente libre, desnudo, para vivir en una soledad benéfica como la droga de otro mundo? A la vez, las islas son amargos encierros para el imaginario colectivo: salvajes y peligrosas. Es interesante la revisión que la última película de Julio Medem, Lucía y el sexo, hace de la fascinación por las islas. Medem comprende cómo convertimos la isla en un espacio literario o fantástico, un espacio que, más que transformar a quien lo visita, genera en él la capacidad de extraer elementos profundos, no siempre agradables, que son lo más auténtico de sí mismo. Formentera como una enorme consulta de psicoanalista sin psicoanalista y con el diván de la arena enfrentándose al mar azul y más limpio siempre que nuestra alma, necesariamente humana. Porque el mar de la isla es un mar de Olimpo, una piscina vivificadora, una urna movediza y enigmática. Medem nos presenta una isla que se mueve. Un ser vivo. Un monstruo que está para adormecernos con su latido, un monstruo bueno. O un estómago, un aparato digestivo que te digiere, y si le da la gana te regurgita y te expulsa, o te convierte en pura proteína, te integra en su universo plúmbeo, uterino. Lo dice mucho mejor que nosotros la poeta norteamericana Adrienne Rich: "la isla nos sacó ampollas en los pies: ahí había un lenguaje pero nadie que lo hablara". Porque es cierto que los isleños, o las islas, construyen sin saberlo códigos secretos, conocimientos que nunca se dicen pero que se hacen notar, que inflaman un no se sabe qué de sospecha en el turista que aguza el instinto: la isla despierta en él, si se esfuerza por encontrar las cosas que allí flotan, ese lenguaje no dicho, y abre la percepción a un universo soñado de miedos de niño que hibernan en nosotros durante toda la vida si no son despertados mediante un viaje a esa precisa isla de nuestro inconsciente. Respecto a los isleños, que saben siempre el secreto, o quizá son el secreto, hay dos modos de representarlos: o mostrándolos, ya sea apacibles y acogedores o mordaces y vampíricos (pero en los acogedores siempre se esconde la sospecha, la duda de si no serán ocultadores del secreto aún más hábiles, mejores en la simulación, en la trampa) o bien ocultándolos. Lo que generalmente hacen las visiones literarias o cinematográficas de las islas es ocultar al isleño y darnos únicamente la visión del visitante, del no nativo de la isla, porque el que no ha nacido en una isla hace de ella un espacio narrativo e ideal con gran facilidad. El bendito fantaseo: lo que nos deja vivir. Sin fantaseo todo es esta grisura irredenta. La isla, como precio por el fantaseo del que te deja disfrutar, te cobra con un poco de miedo. Nada es gratis... El miedo procede de una especie de reminiscencia ancestral de consciencia colectiva de huida. De lo que está espacialmente cerrado, como la isla, no se puede salir andando. Esa certeza, incluso cuando no se es consciente de ello, condiciona necesariamente la manera de ser cuando se está en una isla. Tienes que ser distinto cuando sabes eso. No puedes evitarlo. La película de Medem relata exactamente eso: la isla como espacio donde ocurren las cosas verdaderamente importantes de la vida. El único lugar donde pueden ocurrir, donde se es más uno mismo, donde la verdad de la vida, incólume a pesar de nuestro esfuerzo por derribarla, porque nos asusta, aparece. Y los nativos de la isla, por supuesto, no aparecen. No hay ni un solo personaje de la película de Medem que sea nativo de la isla. Son absolutamente invisibles. La película no hecha es aquella de los que conocen el código mágico del lugar, los habitantes de ese Hades. Quiero conocerles. Aunque me aseguren que son normales, buenos y malos como todos, apacibles y hogareños, yo quiero conocerles: me dan miedo. Mientras más normales sean más miedo me darán. Más grande la prueba de lo que me ocultan, más tercamente me avisarán los flechazos de mi instinto de que algo anda mal, de que se oculta algo negro y misterioso que encontraremos quizá dentro de la almohada viva del hotel, con un vivo corazón latiendo en su interior y en el interior de la noche, un corazón que la hace sudar y sudar y está empapada de su sangre cuando nos despertamos estremecidos. Para sentirse vivo, nos dice Medem, hay que asustarse. Mirar al abismo de uno mismo. Ser consciente de una vez y para siempre de hasta qué punto nuestra alma se parece a una isla de soledad irreductible. Todos somos Robinson Crusoe. |
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