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Juan Sánchez (Pintor naïf)
La fertilidad del Otro Diluvio
luis arturo hernández
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La barca -el Arca de Noé-, anclada tierra adentro en el vergel florecido, se diría la concha de un molusco antediluviano, el gran caparazón del cetáceo varado con el parásito de su tripulante -salacot de explorador, sombrero de agroturista- a bordo, y del que volviera a renacer la vida sobre la Tierra -en un Cementerio improvisado (1999)- en la creación primitivista del pintor naïf Juan Sánchez (Salamanca, 1941).
Esfumado el arco iris -azul, rojo, amarillo, ultravioletas- que rubrica el pacto de la nueva -y buena- vida, el rayo verde fertiliza con su verdor el campo en barbecho del lienzo de lino bajo el iris arcaico de la niña colorada del ojo de un sol niño que prodiga -niño prodigio- su luz risueña, la claridad del ojo que todo lo ve, sobre la Tierra y las tierras con los pueblos -sus huertas y labrantíos-, o las ciudades como barrios de una aldea global -el sol es un globo rojo que rondan las golondrinas-, y retrotrae la pupila del observador con candor cristalino hasta el origen del mundo.
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Y, así, Sánchez recreará la cosmogonía de la infancia en El otro paraíso (1990), frondoso jardín del Edén, florido y fecundo, con sus pudibundos primeros padres -y madres- rebosantes de dicha -y de chicha- bajo la dichosa tentación frutal -cromo inaugural del álbum de la Naturaleza-, parque a la orilla del agua primigenia de la plaza fundacional, aplazada luego-por cuanto se remonta a las fuentes de la vida-a fuente de la plaza del pueblo, y desplazada después a plaza de armas, del mercado, de toros, y a todo emplazamiento en que mane el sentimiento de la vida comunal.
El pintor proyecta con minuciosidad de artesano su mirada benévola, ilusionada -que no ilusa- sobre las costumbres de un mundo campesino -las faenas del campo o de la capea, la boda y las rogativas, el retrato de grupo o la reunión de amigos- y bonancible sobre el paisaje -y la consabida reiteración del ciclo de las estaciones-, una mirada idealizadora y dominical -aun en día de labor- que acaricia este mundo cálido y amable, poblado de figuritas de un renacimiento acrílico y profano, entre paisajes ubérrimos -que se antojan decorados plegables del teatrillo de un feriante de la legua- y marinas-de barcos con nombre mujer junto a los arcos porticados de ladrillos de caramelo y puertos empedrados de adoquines de colorín-, sin rasgos -ni rasguños, ni los desgarrones de la desgracia-, sin cara -con el sincero descaro de la felicidad-, sin facciones -ni físicas, ni políticas, sólo arropadas por los colores de la enseña de la comunidad-, óvalos morenos en los que, como en esos passe-par-tout de tamaño natural de la feria, puede situarse el espectador para observar el quieto e inmóvil discurrir del tiempo. Beatus ille agraciado de vida, y en estado de gracia.
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Mundo humilde de la artesanía y buenos oficios, el universo de Sánchez apunta a la senilidad del Hombre en el Cementerio improvisado de automóviles -golosinas caducadas, gominolas, cáscaras de cacahuetes a la sombra tutelar del cascarón (de proa) de la nuez que capeara el diluvio universal, con su Noé de punta en blanco-, en un encontronazo entre el Génesis mítico -escena tiernamente impúdica que, en su última variación sobre el tema (1999), al filo del Milenio, está sembrada ya de desechos industriales no biodegradables, al igual que la grotesca y políticamente incorrecta estampa goyesca titulada Basura real (1997)- y el Apocalipsis fatal del consumismo acelerado, y todo en un microcosmos paralelo, terruñero y localista -con su propio microclima rural-, rebautizado por el dedo índice de un pincel, y que zahonda en la belleza elemental, labrándose una imaginativa parcelaria de lienzos de lino donde florece la utopía de la abundancia diaria y fructifica la maravilla de lo cotidiano, haciéndole frente a la ferocidad del Gran Diluvio con la feracidad con esa fertilidad poética y antidiluviana- del otro diluvio, éste de un tal Juan Sánchez.
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