Mayo 2001

El quintacolumnista

luis arturo hernández
Diwan de la última guerra médica

(Reseña de Los poemas de la arena, de Ricardo Gómez.)

En su breve “tragedia en un acto” titulada Palabras en la arena, Buero Vallejo pone en boca del personaje llamado La fenicia estas palabras: -“¡Es como un niño ese Rabí! Se ha agachado y dibuja en la arena...”. Y no son ajenos ni el motivo de la escritura en la arena ni el marco teatral de la cita a Los poemas de la arena de Ricardo Gómez -Premio “Felipe Trigo”de Novela 1999-, como lo prueban estos versos: “Para recordar/ seguiré sin descanso grabando/ todos los capítulos de mi tragedia/ y todas las etapas del desastre/ desde el principio hasta el fin”.

Desarrollo novelado de un relato homónimo que ya obtuviera el Premio“Ignacio Aldecoa” de Cuentos, Las palabras de la arena presenta la epopeya anónima de cuatro soldados destinados a una misión desconocida en una posición aislada del desierto, en la que parece ser, por alusiones indirectas, la denominada “Guerra del Golfo”, a la espera de un enemigo ignorado que -al igual que en El desierto de los tártaros de Dino Buzzati- amenaza con no dar señales de vida -”(...) le gustaría conocer el rostro o, por lo menos, el nombre de su adversario”-, precipitando a la escuadra en el sinsentido de la vida -a la vez que se configura como una parábola de la existencia-, encerrada en un refugio que es cárcel al mismo tiempo -con algo de observación entomológica de “La fundación”-, en un subterraneo con claraboya de cristal -con mucho de tragaluz-, destacamento de prisioneros en una “ratonera”, atrapados “en la -sastriana- red” de la malla protectora de la hondonada excavada en la arena o sartrianamente apresados en un búnker “a puerta cerrada” -¿y quién podrá poner puertas al desierto?-, condenados a jugarse la vida del grupo para que uno al menos se salve y viva para contarlo.

Y no son ociosas las referencias teatrales en una obra en la que se prodigan las alusiones al carácter dramático de la acción -”en esa fantasmal obra de teatro el primer acto se desarrollaba en el cielo”, ”reprodujera escenas como si de obras de teatro se tratara”-, y mantiene la unidad de espacio -con una narración próxima a la acotación del texto teatral en una topografía más propia de topos en un zulo que de soldados- durante la prolongada cuarentena -el tiempo discurre despacio- en la que cuatro soldados iraquíes harán oración, retirados en el desierto -morabitos del eremitorio-, des/en/terrados, obligados a llevar una ascética vida de supervivencia.

Y será ahí, donde el conflicto entre cuatro hombres de diverso orígen y distinta procedencia -”a un lugar llamado Muerte llegaban cuatro hombres sin nombre y sin rostro”- está a punto de entrar en erupción en aquel polvorín -excavado en un cráter del desierto- por la amenaza creciente del anonimato y el silencio, donde el amor por la palabra de un inexperto suboficial y profesor de literatura árabe, Hilal, conjura el solipsismo colectivo, la pérdida de memoria y la despersonalización de sus hombres, y reorienta la convivencia de los efectivos tácticos individuales del grupo hacia la recuperación de su identidad merced a un selecto diwan de perlas cultivadas de la poesía árabe, bajo el renovado signo de la escritura -”su corazón latió emocionado al saber que podía escribir” (...) ”palabras escritas en la arena”-.

La lírica constituye en Los poemas de la arena el motivo recurrente de la citada rehabilitación de la dignidad humana de los miembros del grupo al mismo tiempo que el punto de partida de una recreación de la cultura común desde sus orígenes -filogénesis en la ontogénesis del ser árabe-, que va recreando desde las pinturas rupestres de las cuevas troglodíticas o la escritura cuneiforme sobre tablillas -no en balde el enigmático y analfabeto Umar es caldeo-, a la transmisión popular oral de los “memoriones” o las palabras de la poesía clásica sobre la arena a cargo del Maestro y almuédano, profesor occidentalizado sin dotes proféticas y comandante -sin más autoridad que el conocimiento de los autores de los Libros-en un desierto en el que el viento va caligrafiando el destino -“Unos poemas que quizá cantaran la gesta de cuatro hombres solitarios y en los cuales, quizá más allá del horizonte, pudiera leerse toda su historia y su incierto porvenir”-, la fatalidad con caracteres -arábigos- de cuatro hombres -pastor, carpintero, herrero y maestro- que se elevan a símbolo de los cuatro pilares de aquella condición humana -la conciencia de la ley, tradición, belleza y lo oculto-, reconstruyendo, en un forzoso módulo carcelario y profesional a base de reciclaje y pretecnología, una civilización a partir de objetos elementales -utilitarios y ornamentales-, en una breve lección de “historia escrita” de la que dejará constancia “el notario de los acontecimientos” y amanuense Hilal Nayi-”Hilal pensó que cada uno de ellos contenía la historia de un fragmento de su pueblo y, con él, la de toda la humanidad”-, más allá de credo o creencia religiosa.

Si bien la novela destina los primeros capítulos a la presentación sumaria de tres de los personajes, reservándose el último para el nómada cristiano maronita Umar Mahdi, la narración está modalizada desde Hilal y relatada, salvo excepciones en que hace su aparición el autor implícito-con juicios de valor propios de un escritor occidental, de tono edificante, moralista y paternal, que encuentra en Sakir, parco y prudente ex-terrorista palestino, el contrapunto de un inicial antagonismo-,desde un punto de vista omnisciente, tal y como corresponde al pequeño “gran hacedor” de la novela -”Allah ak-47- akbar”- y a unos personajes mirados desde el aire -”el punto de vista de los pilotos de los aviones”- como los títeres de cachiporra en el “escenario” de los acontecimientos -”malos actores de reserva”, meros comparsas cuyo “papel no estaba escrito”-, con una cláusula que se ajusta estrictamente a “los periodos de oración”, en un tiempo cuya temperatura desciende al “grado cero de la escritura”, excepto en el capítulo final, salmodiado, de párrafo único, donde el repaso del pasado a cargo de Umar en puertas de la muerte adquiere, con la brusca y agónica revelación -del secreto- del sumario, el flujo de un monólogo con su ir y venir a lo largo del tiempo, a medida que se van agotando los minutos de su vida -arrojada la patrulla a la arena y presto él a quemar el último cartucho-, encerrado en un cubículo en el que se desliza la arena como sobre la ampolla inferior de un gran reloj de arena, aprisionado por el tiempo en un túmulo que se vuelve hipogeo -y más que tumba, catacumba-, y una vez que aparece el enemigo -”yiniyya como diablos malignos”, sofisticados soldados de Salamina del Infiel, del Gran Satán de la Guerra Santa-, en el teatro de operaciones, “procedente del temido sudoeste” -el imperio occidental, como antaño el griego; y ahora el gringo, en su última guerra médica contra el renovado imperio persa: “El Iraq grita y los lugares sagrados se tambalean”-, devuelto al sueño de ultratumba , como los poemas que, a diferencia de “las palabras en las arena”, son “poemas de la arena” -que la arena escribe y la arena traga-, de “una serpiente gigante”que“caminase sobre el desierto escribiendo sus poemas”, con el alifato -del Califato de Bagdad -y tomad- del Satán o Saddam Hussein-. Porque, como sentencia el autor, “Ellos no eran sino polvo en la arena” y sus poemas, “el testimonio de unos hombres que habían conservado su nobleza”.

Un ejercicio de escritura que es, al tiempo, invitación a la lectura, como confiesa Umar, discípulo de Halil: “Todos deseaban leer”, y por tanto, “aprender y disfrutar por sí mismos”, lejos de la “vergüenza de haber olvidado la lectura y la escritura”, y donde se cumplen unos versos proféticos:“Grabaré: ‘hemos llegado a la cumbre del drama,/ nuestra tragedia nos ha roído/ pero hemos llegado a la cumbre’.”

“Y todo, ¿por qué? Por unas insignificantes palabras en la arena” - se respondía Asaf, jefe de la Guardia del Sanhedrín, cincuenta años atrás, en Las palabras en la arena-. Por unas palabras que borra el viento”. Y la voz de aquella -operación- “tormenta del desierto” parecerá darle la réplica desde el trágico destino del final de su único acto, con la misma palabra que el jefe de los rabinos: -“¡A...se...sino!”

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