Gran Hermano
pradip j. phanse / txema g. crespo
La vuelta a las pantallas de una televisión española del programa Gran Hermano ha servido para que agoreros, pensadores supuestamente críticos y demás élites intelectuales vuelvan a anunciar las graves consecuencias que conlleva este nuevo formato de programa para que los ciudadanos asimilen que la vigilancia no es tan nociva para la salud.
Pero no hace falta que los guionistas de televisión inventen nuevas formas de atraer al público sin gastar un duro (porque al fin y al cabo esto es Gran Hermano: una sitcom de 24 horas con una pandilla de atontados que trabajan sin cobrar como profesionales, mientras la cadena se forra con la publicidad y el teléfono de pago al que llama el público para elegir al próximo que saldrá de la casa) para que comprobemos cómo los ciudadanos viven felices bajo la paternal mirada de la autoridad correspondiente y sus esbirros.
Analizado ya suficientemente durante la segunda mitad del siglo XX, la civilización occidental ha llegado por fin, con el añadido de la satisfacción de los vigilados, al panóptico universal (aquel proyecto de cárcel inventado en el siglo XVIII que permitía a un solo guardian controlar a todos los presos). Desde la más tierna infancia hasta la muerte, cada día son menos las posibilidades de vivir al margen, alejado del control del guardián del ministerio correspondiente. La inquisición se ha vuelto mucho más sutil y más efectiva. Es más, nunca como hoy había estado tan extendida la mala conciencia en la disidencia, la mirada censora hacia el hereje. Hasta el extravagante Unabomber es considerado un peligroso terrorista internacional.
Así que, estimados internautas, no se sulfuren tanto, que Gran Hermano es el chocolate del loro del Ojo que todo lo ve.
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