Marzo 2001

luis arturo hernández
"Matar al cocinero"

Cuando aún no se habían disipado los aromas de las suculentas cenas del día de San Sebastián, y resonaban todavía los ecos atronadores de la tamborrada y la parada militar de compañías de gastronómicas sociedades secretas -blancos mandiles de una tenida grotesca mantenida en el tiempo- presentando sus armas carnavalarias -en casa del herrero, cuchara de palo-, la capital mundial de la cocina vasca se atufó con el olor a quemado, a chamusquina, al mal fuego de artificio -sin artificeros- del estruendo de un toque a rebato, de la campanada de difuntos de una mortífera lapa -degradación de las almejas en salsa- que le arrebataba la vida a un cocinero.

Y no por pasarse de salado o quedarse soso -no hay más que ver que era el buen hombre perejil de todas las salsas-, o por guisar despojos de vaca loca -tan contra natura como su misma muerte-, sino tal vez por la locura de no haber sazonado el rancho del cuartel de la Comandancia de Marina de San Sebastián con bromuro y estricnina o, sin ir más lejos, por no dejar morir de inanición o matar de hambre a las legiones que ponen sitio -dicho sea en lenguaje de tebeo- al pequeño poblado de Histérix, condenando a aquellas huestes a pan y agua, exánimes en una forzosa huelga de hambre, inanes y aburridas como ostras, arrinconadas en el ostracismo.

Al rancho sucedió el zafarrancho de combate, la banda de música atacaba una marcha político-militar de agelastas que quisieran oir en lugar del toque de fagina un toque de queda, el desfile paródico y festivo se mutó en procesión del silencio infundiendo un miedo cerval a quien no inclinaba la cerviz, al trabajador de la gastronomía que no se prosternó -quizá el gorro, bolado de nieve, fuera un engorro para su voladura- ante el explosivo menú del día -dinamita de importación y fuego real sin label vasco- de marmitones del empleo, más que temporal, temporizador -la de Jon Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como- y conmilitones de la Muerte.

Si “la cocina hizo al hombre”, como escribiera el eximio científico republicano Faustino Cordón, disparar contra el cocinero es un disparate antinatural, acabar con él es atentar contra el animador cultural que nos hace seres humanos, matar al mensajero que media entre la Naturaleza y la Civilización -cultura y agricultura y otras hierbas-, asesinar a la Humanidad por persona interpuesta.

Se escucharon las voces de los pinches -y compinches con/temporizadores- de cocina proclamando los auténticos valores del arte culinaria vasca y rechazando las malas imitaciones -y hasta la falta de oficio-, y a los aizcolaris -del árbol caído todos hacen leña- del caduceo del ofidio -que saben lo que se está cociendo- recordar, desde tribunas convertidas en tribunales, que la muerte de un efectivo táctico individual no es sino el tributo que ha de pecharse a la tribu, y a callar -que la venganza es un plato que se sirve frío-.

Se empieza matando al hombre que nos anima a matar el hambre y se acaba -sin ánimo de señalar, ni de dar ideas- disparándole al pianista.Y seguro que más de uno de los músicos -o fanfarrones corifeos de la fanfarria- pondría objeciones -de conciencia, naturalmente- a la condena de tamaño desconcierto.Y,si no, al tiempo.
Porque si la muerte a destiempo, a deshora, de cualquier mortal es antiecológica, la muerte de un artesano -o de un artista-, además de inicua resulta inocua, y hace ya muchísimo tiempo que el asesinato dejó de considerarse una de las bellas artes.

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